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El concepto de ideología se usa con frecuencia para referirse a un conjunto de ideales más o menos definidos: la ideología liberal o la ideología socialista, la ideología conservadora o la ideología progresista, por mencionar algunos. Pero la ideología también forma parte de la estructura mental de la persona, en tanto que esta no puede aislarse de la sociedad que habita. Se sustenta en principios, valores y creencias, que van forjándose para percibir e interpretar la vida y el entorno. Influye en la conducta y en las formas de relación con los demás. Contribuye a la formación de identidades. Sin embargo, todo parece indicar que, como ha ocurrido con tantos otros fenómenos en tiempos de la modernidad líquida (según los términos del sociólogo polaco Zygmunt Bauman), en un mundo más precario y provisional, ansioso de novedades, la ideología, como categoría social, también ha entrado en crisis.
La concepción, frívola y falaz, aunque persuasiva en ciertos sectores, de que los individuos deben asumirse “dueños de su propia empresa vital” tiene efectos graves tanto en la esfera emocional como en el ámbito social. Como si “administrar” bien la propia existencia fuera la llave del éxito o como si la existencia pudiese medirse sólo bajo los parámetros del capital y del mercado. La ambición personal puede ser legítima, pero el individualismo como norma de vida conduce con mayor frecuencia a la soledad. El incremento en las tasas de ansiedad, depresión, suicidio, drogadicción, etcétera, ocurre en ese contexto. Sin ideales también se debilitan los proyectos colectivos, hay más apatía, menos entrega. Todo se vuelve más inercial. Se esfuma el estímulo que representan la crítica y la sospecha. Se evitan los riesgos a toda costa y se eluden con facilidad las responsabilidades. Hace su aparición uno de los peores males de nuestro tiempo: la indiferencia. Estas son sólo algunas de las consecuencias que ha traído consigo el ocaso de las ideologías, la preeminencia del pragmatismo y del individualismo.
Ciertamente las ideologías heredadas del siglo XX resultan inaplicables en la actualidad. El mundo cambió. La caída del muro de Berlín acabó arrumbando en un baúl lo que quedaba de las ideologías que animaron la vida política de aquella época. Si acaso algo de ellas subsiste es más a manera de fósiles. Atrás quedaron los tiempos en los que la ideología política reclamaba una adhesión firme y disciplinada. Eso explica, en parte, el debilitamiento del liberalismo democrático europeo, del bipartidismo norteamericano, o de organizaciones como la del PRI en México (el nacionalismo revolucionario). Tengo la impresión de que el entramado actual de la política es cada vez más emocional que racional. Cautiva más lo inmediato, aunque sólo sea aparente, que la perspectiva de largo aliento. La ideología se ha reducido a una suerte de farmacopea política del pasado.
Percibo, asimismo, una cierta satisfacción perversa, una intención tendenciosa, en quienes proclaman con vehemencia el fin de las ideologías. Se aprovechan de esa indiferencia, de la apatía que acompaña a los procesos electorales (hablo sobre todo de los nuestros) infestados de una propaganda agobiante pero hueca de contenidos, repleta de lugares comunes, falsas noticias y diatribas personales. Qué flojera, son un gasto excesivo e inútil señalan, con razón, muchas voces ciudadanas. Por su parte, las y los candidatos se esfuerzan en mostrar sus diferencias (a menudo inexistentes) mediante frases efectistas y propuestas improvisadas que, en todo caso, importan poco. Son parte de la retórica electoral. Si acaso, unas cuantas llegarán a ser parte de la gestión del gobierno ganador. Vista desde esa perspectiva, la política queda, en efecto, como un mal necesario.
Si el propósito de la política es el ejercicio del poder público, entonces asumir tal compromiso con la convicción de defender creencias, valores y principios tiene más sentido. Hacer política sólo con el afán personal de alcanzar el poder a cualquier costo, sin ideología de por medio, sin un proyecto social colectivo, suele conducir a mal puerto. Así surgen muchos de los gobiernos que pronto se desconectan de la sociedad que los eligió. Gobernantes distantes y aislados. Electores frustrados y resentidos. Desde luego que la ideología no es panacea, pero ayuda a conectar a los gobernantes con las masas, con las que les son afines y con las que no lo son. Estimula el análisis crítico, razonado. Propicia el debate, enriquece el diálogo, le pone nervio. Claro está que siempre hay algo utópico en el fondo de las ideologías. Y quizá por eso mismo, tampoco hay razones para sostenerlas a ultranza. Sin embargo, hoy la realidad nos muestra que si bien perdieron vigencia las ideologías que vitalizaron la vida política en el pasado, no han surgido otras para sustituirlas.
Agotada la ideología todo queda medio apoltronado. Se critica al otro, pero no queda claro qué es lo que se defiende. Los spots no argumentan. Acaso descalifican. Una campaña sin ideas puede ser ruidosa, pero no dejará de ser mansa por más fiereza que quieran aparentar los candidatos y sus estrategas. Serán campañas sosas y aburridas. Pueden llegar a ser sofocantes, eso sí, en tanto se apoderen de todos los espacios posibles en los medios de comunicación, en las redes sociales, en los lugares públicos. Pienso que a veces hace falta un revulsivo para despertar el interés de una sociedad dolida y adormecida, como sucede en el fútbol.
En ciertos casos, la crítica a la ideología por parte de algunos políticos que se dicen modernos, resulta en sí misma una ideología, oportunista y cínica, pero que puede surtir efecto. Para muchos de ellos, un discurso político exitoso sería uno que fuera percibido como no ideológico, aunque lo sea. Son con frecuencia astutos, articulados, incisivos. A veces pueden incluso explicar las cosas mejor de lo que las entienden. Representan una suerte de falsa conciencia ilustrada Quienes se mueven en ese eje, habitualmente saben bien lo que hacen y mientras les funcione lo seguirán haciendo: seguirán aprovechándose del hartazgo de una sociedad que no quiere saber más de proyectos políticos en los que no cree.
Se dice que también hay políticos sin ideología. ¿Pero es que realmente hay quien piense que esto es posible? Algunos tecnócratas suelen dar esa impresión. Son fríos, calculadores, eficientes, poco sensibles a las necesidades sociales. Se han vuelto necesarios en muchas de las tareas de gobierno. Su discurso suele ser más seco. Pueden llegar a generar confianza, pero no empatía. Para ellos las ideologías llegaron a su fin. Lo cual no implica que sea cierto. Inmersos en la dinámica económica cotidiana, sus decisiones dependen en buena medida de la tecnología, cada vez más sofisticada y costosa, del big data y de la inteligencia artificial. Son los operadores ideales del mundo digital. Un mundo sin ideas, como lo ha denominado Franklin Foer en su más reciente libro. Un mundo en el que imperan los designios de las grandes corporaciones digitales, cada vez más intrusivas en nuestra vida privada, más poderosas en la esfera financiera y más activas en la vida política. Manejan a placer la información y la desinformación. Son los nuevos poderes dominantes y, aunque se asumen fuera de las ideologías, por supuesto que no lo están.
Así como no llegó el fin de la historia, tampoco ha llegado el de las ideologías. Pero es cierto que es necesario renovarlas, enriquecerlas y adaptarlas a una nueva realidad, para que nos ayuden a transformarla.
Profesor Emérito de la UNAM