1. De la amistad leal se trata. De la única familia de verdad. De los hermanos que no lo son por el ADN, pero que comparten tu sangre a la hora de repartirse los balazos de la vida para que el dolor sea menos y las heridas sanen con mayor rapidez; de los tíos sabios, llenos de dioses y demonios, hablo; de los abuelos y figuras tutelares que has elegido para conformar tu mundo y quienes ya lo sabían todo de la narrativa y de la existencia antes de no fueras ni siquiera un sueño. De la gente a la que quieres y te quiere. Y que nunca será mucha. A ellos me refiero.

2. En un ámbito que parecería distante del tema central de esta columna, de forma por demás sorpresiva, la vetusta y cuasi decadente Disney fue experimentando a enormes saltos un alza económica. No en forma milagrosa: ese repunte en gran medida sucedía gracias al trabajo de Pixar y al genio de la animación John Lasseter (justo ahora con un pie en el infierno y el otro también por haberse propasado, así se informa, en su trato con las trabajadoras de la exitosísima empresa —¿pero qué necesidad?, se preguntaría el clásico: no lo sabemos, salvo que la canallez está en todas partes—). Bien: Disney siguió con sus propuestas estéticas bobaliconas como si el mundo no cambiara a la velocidad de la luz, si bien metiéndose toda la plata que le generaba Pixar no sólo en taquilla (cuyas cifras son abrumadoras, sino en el merchandising, con números ya fuera de este mundo).

3. Y aquí, el sagrado tema de la amistad y el siempre repugnante por espinoso tema de la plata se unen. Conservadores los batos, gente que apuesta a lo seguro, llegaron hace poco al horror de crear ese brodio titulado Frozen (en el cual Lasseter fue sólo productor ejecutivo, luego de que se lo chamaquearan tanto con sus ideas), protagonizado por dos hermanas del todo disímbolas y muy afectadas tanto la una como la otra, y atiborrar como siempre y cada vez más la cinta de piezas musicales tan infumables y noñas que hasta el más Godín (el escribidor incluido) perdería la cordura. Y entonces, en ese psicodrama, con una puesta en escena en la que la mitad de los participantes habrían acabado directamente en la mexicanísima “Castañeda”, por tarugos y por loquillos, aparece, apenas como un apunte, con un papel discretísimo, buleado hasta por el destino, el entrañable, queridísimo y muy necesario Olaf.

4. La gente de Disney, necia, flotando en dólares, no alcanzó a oír al de Úbeda cuando cantó una y otra vez aquello de “…las niñas ya no quieren ser princesas…” O, si escucharon el mensaje fuerte y claro, les entró por una oreja y les salió a saber por dónde. Y abandonaron a Olaf: él sí un personaje digno no sólo de un papel amplio sino sobresaliente: el que sabe lo que hace, el que medita, el que no pide nada a cambio (ni siquiera cariño) con tal de auxiliar a sus compañeros de aventuras.

5. Jac Schaeffer y Brian Kesinger, al fin, le dieron espacio al maravilloso Olaf, cuya única defensa en la vida es saber qué quiere decir hermandad, entrega fraterna, solidaridad tangible, y crearon para él un cortometraje que ya le ha dado varias veces la vuelta al mundo y en el que le hacen justicia, pese a que esa justicia haya de ganársela: nadie le ha regalado nada a Olaf, sí, el de Frozen, y no precisa obsequios porque el mayor obsequio posible en este mundo y en todo el cuántico universo, su felicidad interna es la que ilumina, la que colorea, la que genera vida en el sistema nervioso central de quienes iban por la existencia con un encefalograma del todo plano.

6. Aquí el escribidor espera que todos tengan un grupo así, sobre todo en estas fechas: su propia cuadrilla de la vida. El escribidor la tiene. Y quienes la conforman lo saben, y se hacen los Grinch y los Scrooge. Y no pasa nada, pues, no importa esa apariencia. Todos son Olaf. Y todos ellos saben perfectamente quiénes son.

@cesarguemes

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