Todos los hemos visto: circulan en librerías grandes o pequeñas, en tiendas, en versión electrónica, en casas de amigos. Y, desde luego, en mano de quien los lee. Y ahí es donde ocurre el fenómeno. Del mismo modo en que las abuelas o las tías leían textos “picantes” —en volúmenes piadosamente forrados con papel terciopelo o algún estampado que no revelara la portada—, si en una cafetería miras a alguien que tiene en la mano uno de los ya innegablemente famosos libros para dummies —en castellano a cargo de Grupo Planeta—, con la saludable intención de preguntarle qué tal está, es muy posible (nueve de cada 10 dentistas así lo afirman) que con gran premura y discreción proporcional, el libro desaparezca.

En un país tan lastimosamente iletrado como el nuestro, con un promedio de bateo de un librito y medio al año (digamos que ya estirando las cifras), resulta que leer ciertos textos es políticamente incorrecto, está mal (niño, déjese ahí), es casi uno de los pecados capitales ahora que transitamos por estas fechas.

Pues no, fíjese, amable lector y cómplice en el crimen (tal cual dice Toño de Livier —puedes correr, Toñito, pero no esconderte para una buena entrevista—), fíjese que no. Leer es un derecho, por principio. Y sería una obligación si nos fuésemos al otro extremo del panorama político-social. Si sus primeras lecturas fueron, lo dudo pero supongamos, las obras completas de Balzac y para relajarse entre un libro y otro “descansaba” leyendo a Faulkner, qué bueno; si lo fueron, me parece más posible, historietas como Batman, El Hombre Araña o Supermán, maravilloso; y si le molestaban desde niño los textos ilustrados y no valoraba el trazo de verdaderos artistas del cómic, pero se zampaba semana a semana una novela del incansable, prolífico e imantado Marcial Lafuente Estefanía (quien dedicó su larga vida a producir alrededor de 3 mil novelas breves, la gran mayoría ambientadas en el viejo oeste), créame que lo celebro y lo aplaudo como sólo se festeja un gol de Messi.

En el país, las instituciones educativas generan una cierta cantidad de libros de divulgación: están hechos con conocimiento de causa, la manufactura editorial es digamos modesta pero es posible que encuentre alguno escrito con amenidad. Esas son las buenas noticias. La mala es realmente mala: la distribución. Pase usted cuando quiera, en un día hábil, por una librería o el área destinada a la venta de libros de una de nuestras dos grandes instituciones educativas: se sorprenderá de un par de hechos, seguro: primero, de la enorme calidad de muchos de los textos ahí ofrecidos a precios por demás razonables; luego, de la soledad que reina en esos lugares donde, a juzgar por cómo está el país, aquello debería estar rebosante de potenciales lectores arrebatándose los títulos.

Sin embargo, la necesidad de iniciarse en materias que no dominamos pero que nos gustaría conocer, está ahí, lo ha estado desde siempre. Y fue la compañía IDG Books la que hace muy escasamente 30 años decidió aprovechar el auge de las computadoras personales y fusionarlo con la idea de los libros para autodidactas, para principiantes, pues, para dummies. Aquello empezó a venderse bien y luego de muy poco era como “el santo olor de la panadería”. No era difícil: los sistemas operativos de las computadoras personales estaban llenos de misterios, y, lejos de ser intuitivas como luego se fueron volviendo por la demanda del usuario, ayudaban en el trabajo tanto como hacían lo que se les daba su regalada gana. Era necesario saberle, aunque fuera lo mínimo, y así inició toda la historia.

Desde luego, se hicieron pruebas iniciales con otras temáticas, y luego, el éxito rotundo. Seguido por presencia mundial, traducciones incluidas. Aquí es donde entramos los lectores mexicanos (y los de toda Latinoamérica y habla hispana, se entiende). La oferta es enorme, con muchos títulos de gran interés y algunos que sólo hacen esbozar una sonrisa. Veamos unos pocos ejemplos —ah, no se preocupe, aquí al escribidor ni le regalan libros, ni entrevistas, ni nada—, todos ellos terminan con el explicativo “para dummies”: Música clásica, Arquitectura, Ópera, Guitarra, Anatomía y fisiología, Cómo funciona tu cerebro, Química, Física, Jardinería, Enigmas y misterios, Embarazo, Cocina fácil, Cocteles, Euskera, Corte y confección, Ajedrez, Bodas, en fin, y desde luego una subserie para muy jóvenes lectores, niños casi, como Construye tu propio robot, Diseña juegos digitales o Crea animaciones digitales.

Usted lea, aprenda, diviértase con estos libros para dummies perfectamente diseñados para que el paseo por el tema sea ligero en su tratamiento si bien los numerosos autores son personas que dominan su materia. Que no le digan, que no le cuenten. Tiene unos días de asueto, qué mejor que aprender sobre aquello que le gusta. Sin pena, por favor.

Encore: acaba de aparecer el nuevo libro de Julio Patán, titulado Cuba sin Fidel. Hay dos figuras sobre las cuales nunca nos vamos a poner de acuerdo el admirado Patán (hace no mucho entrevistado en este espacio) y aquí el humilde columnista: el Subcomandante Marcos y el Che Guevara. ¿Y sabe qué? Tan amigos como siempre, o más. Y en mucho coincidimos, como en su reciente trabajo, apenitas en librerías. Abre así: “Desperté poco antes de las seis de la mañana, con la alarma del teléfono. Era el 2 de enero de 2017. Habían pasado 38 días desde la muerte de Fidel Castro o al menos desde que se anunció la muerte de Fidel Castro, si son ciertos los rumores de que se había decidido postergar la noticia, a la manera soviética cuando murió Stalin; como es sabido, los dictadores no siempre mueren cuando mueren…”

No tiene desperdicio. Se lo dice este escribidor con respeto, con afecto y fina simpatía.

@cesarguemes

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