Por: Fernando Guzmán Aguilar


Aunque son globales, los efectos del cambio climático propiciado por la actividad humana se resienten más a escala local, como ocurre en la cuenca del Potosí, región seca de Nuevo León donde desde hace 30 años hay un incendio perenne.

Según Priyadarsi Debajyoti Roy, investigador del Instituto de Geología de la UNAM, la cuenca del Potosí no siempre fue una zona seca.

Hace más de 16 mil años era un humedal que contenía una gran cantidad de biomasa. Sin embargo, al cambiar su vegetación de árboles a arbustos, hace 11 mil años, y de arbustos a pastos, hace 4 mil, se fue convirtiendo en una región semiárida.

El cambio de uso de suelo (se abandonó la agricultura tradicional) en esa región flanqueada por la Sierra Madre Oriental ha llevado a la extracción constante de agua subterránea para irrigar campos agrícolas industriales donde se cultivan plantas que demandan mucho líquido vital, como tomate, cebolla, papa, chile, alfalfa...

La extracción de más agua de la que se recarga hizo que el nivel freático bajara, al menos, de 5 a 80 metros en una parte de la cuenca del Potosí, donde todavía antes de la década de los 80 había agua superficial.

“La sobreexplotación acuífera también causó más desertificación; de 1980 a la fecha, ésta aumentó en diversas partes de dos a tres veces y las áreas de cultivo disminuyeron casi seis veces. Además, la cobertura de arbustos nativos se redujo cuatro veces”, asegura Roy.

Turba

Otro factor antrópico que empeora el ecosistema en la cuenca del Potosí es la quema de turba, capa sedimentaria rica en materia orgánica, formada hace miles de años.

“Sí, hace 30 años, una chispa desprendida de la tradicional quema de biomasa sobrante de la agricultura prendió la turba que estaba a la intemperie. Desde entonces, su combustión incesante emite dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero nocivos para la salud de los pueblos aledaños”, explica el investigador.

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Por si fuera poco, al crear un vacío en el subsuelo, la quema subterránea de turba provocó el colapso del suelo y, después, la generación de subsidencias o hundimientos verticales con diámetros de 10 a 20 metros. Hay tantas subsidencias que, de 1980 a 2020, el terreno sin uso creció de 2 kilómetros cuadrados a 340. Y el área de cultivo, que en 1980 medía 90 kilómetros cuadrados, hoy en día mide 16, es decir, ha disminuido casi seis veces.

“Por el cambio de uso de suelo, la zona se ha convertido en un desierto”, advierte Roy.

Contaminación del agua

Parte de los fertilizantes usados en la agricultura industrial para hacer más productivos los cultivos se trasmina a los acuíferos y contamina el agua subterránea. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), para que el agua sea potable debe contener concentraciones específicas de ciertos elementos.

Si el nitrato sobrepasa el valor de 50 miligramos por litro (mg/l), afecta la salud (en los neonatos, el oxígeno se encarece en la sangre y se produce el síndrome del bebé azul). Si el fluoruro, cuya concentración deseable es de 0.9 mg/l, sobrepasa el valor de 1.5 mg/l, causa fluorosis, calcificación de los ligamentos y deformación de los huesos. Y si el sulfato sobrepasa el valor de 600 mg/l, puede ocasionar diarrea y deshidratación.

Estudios del agua realizados por el investigador y sus colaboradores en la cuenca del Potosí indican que el fluoruro sobrepasa el valor deseable de 1.5 mg/l (en algunos pozos casi llega a 2.5).

En varios pozos, el nitrato ha alcanzado un valor de 10 mg/l por los fertilizantes usados en la agricultura. Esa concentración no afecta actualmente la salud, pero con el tiempo podría aumentar.

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La cuenca del Potosí no tiene tanto nitrato, pero cerca, en el municipio de Aramberri, también Nuevo León, se localiza otra cuenca donde la concentración de esta sal es de 180 mg/l, tres veces más que la de 50 que la OMS recomienda para evitar el síndrome del bebé azul.

“En cuanto al amonio, que afecta el sabor y el olor del agua, la concentración deseable es de 0.2 mg/litro. Ahí es casi cinco veces mayor, lo que prueba que los fertilizantes, la ganadería y las fosas sépticas también están contaminando el agua subterránea”, comenta Roy.

Captura de neblina

En el periodo glacial con ambientes fríos (hace 20 mil-30 mil años), la recarga de agua en la cuenca del Potosí era por flujos subterráneos. En los últimos 11 mil años, el cambio climático natural modificó esa dinámica hidrológica.

En la actualidad, la recarga de agua en dicha cuenca es por la escorrentía superficial. No obstante, por su orografía (se ubica en las faldas de la Sierra Madre Oriental) y por el calentamiento global, la cantidad de lluvia es menor; asimismo, debido al aumento de la temperatura, los pocos escurrimientos se evaporan antes de llegar a la cuenca.

“Para que ese ecosistema vuelva a ser sustentable, deberíamos dejar que se recupere con la menor perturbación humana posible. Y para ello habría que evitar la extracción de agua subterránea y no ocupar la cuenca para labores de agricultura industrial, lo cual ciertamente afectaría la economía de la región. Respecto a la gente que vive ahí, lo mejor sería que migrara a otros lugares del país, pues desde hace 30 años aspira los gases tóxicos del incendio”, señala Roy.

Ahora bien, quitar la agricultura industrial y mover a la gente son dos procesos que deberían llevarse a cabo de manera paulatina y con el consenso de los pobladores y los agricultores, y la participación de los tres niveles de gobierno (municipal, estatal y federal) y de ONGs. Entretanto, como es una zona seca, se requiere una fuente alternativa de agua potable para los poblados establecidos en dicha cuenca.

“En las altas elevaciones de la Sierra Madre Oriental se podrían instalar mallas para capturar la neblina que cada año se forma a lo largo de varios meses y así se obtendría, por goteo, agua para uso doméstico y riego para la agricultura tradicional, como ha ocurrido con éxito en regiones áridas de Israel, Chile (desierto de Atacama) y Perú”, finaliza el investigador universitario.

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