El compromiso del Papa Francisco con la misericordia como clave de comprensión del cristianismo brota de su experiencia personal, que supo hacer también lema de su propio ministerio episcopal. No extraña, por lo tanto, que el Año Jubilar convocado por él no insista tanto en llevar a cabo una reflexión sobre este misterio, cuanto en suscitar su experiencia. Se trata, en efecto, de “experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza” (Misericordiae vultus, n.3). Ello precisamente en el contexto de una cultura en la que se desvanece la experiencia del perdón (n. 10).

La experiencia de la misericordia de Dios se traduce para el creyente en un deber de mantenerse abierto a las necesidades de los hermanos, de “realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea” (n.15).

Y lo propone con una descripción por demás plástica, que busca suscitar la experiencia:  “¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar compante para esconder la hipocresía y el egoísmo” (n.15).

Se trata, por lo tanto, de un esquema por demás sencillo: descubrir la propia miseria, en la que Dios se ha apiadado de mí, para moverme a apiadarme de los hermanos, tanto del que me ofende como del que se encuentra postrado por alguna situación desgraciada.

El mismo Francisco narra en dichos términos su propia vocación, en referencia al episodio de Mateo, el rico recaudador de impuestos que se descubrió mirado por Jesús y objeto de su misericordia. Incluso ha comentado la célebre pintura de Caravaggio de la vocación de dicho apóstol que orna la Iglesia de San Luis de los Franceses, en Roma –participando, para ello, en la polémica sobre cuál de los personajes de la mesa corresponde a Mateo–.

Sin duda los textos que fundamentan el primado petrino que se han usado tradicionalmente reflejan una faceta de dicho ministerio. “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Pero deben entenderse lejos de todo triunfalismo. Ese Pedro del Evangelio es el mismo que ha experimentado su propia traición y fracaso. Su primado es don de la gracia, sin la cual nada puede. Por eso no sólo confirma su fe, sino reitera su amor, desde la humildad de sus propios errores. “Apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5,8), dijo al inicio de su aventura con Jesús. Y al final: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).

Sólo quien ha hecho experiencia profunda de la misericordia puede, en realidad, servir adecuadamente a sus hermanos. Esta es una de las facetas más fascinantes del actual pontífice. Arrojando lejos las pretensiones de una justificación narcisista, se sabe poner en las manos de Dios, con plena humildad y confianza. Y sólo entonces puede estar disponible a la esperanza y a la caridad.

Aunque la visita del Papa revista toda la solemnidad y algarabía, en el fondo es una gran alegría que se trate ante todo de recibir a un hermano en la fe, a un peregrino de la misericordia. ¡Bienvenido, hermano Francisco!

Foto: Caravaggio, La vocación de Mateo

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