Este año se conmemora el aniversario número 50 del movimiento estudiantil de 1968. Pero también se cumplirán tres décadas de la elección de 1988. Ahí inició el fin de la hegemonía priísta, que en los siguientes años abrió paso a la primera alternancia pacífica entre partidos en toda la historia de México. ¿Qué tanto hemos avanzado en democracia electoral en estas tres décadas? Para muchos, prácticamente nada; todo ha sido simulación institucional y gatopardismo político. Según esta visión, las alternancias de 2000 y 2012 han sido mero juego de espejos para que el poder se quede en la misma mafia, pero a la izquierda (o así autoproclamada) se le ha arrebatado dos veces el triunfo. En el otro extremo, muchos sostienen que hemos llegado a donde teníamos que llegar en materia electoral; una democracia innegable, aunque aún perfectible. Es el triunfo de la transición. Prefiero ubicarme en un punto intermedio entre estos dos extremos. Me parece que mucho se ha avanzado institucionalmente; el IFE representó un paso a la relativa autonomía respecto del gobierno, sobre todo desde 1996, cuando el partido oficial no podría ya modificar resultados desfavorables (como lo fueron los de 1997 y de 2000). La alternancia estatal y federal dejó de ser mera ilusión. Pero el IFE no fue ciudadanizado como se dijo, sino que quedó partidizado, cada vez de manera más obvia y grotesca. El Consejo General está formado por bancadas de los principales partidos, unas más burdas que otras, pero al fin bancadas. Está pendiente su genuina ciudadanización. Del Tribunal mejor ni hablar. También es un ente partidizado por más que pertenezca al Poder Judicial, y actualmente la bancada priísta predomina con cuatro de siete magistrados, según quienes siguen con lupa sus resoluciones.

Está pendiente en la alternancia una hacia el lado de la llamada izquierda (PRD-Morena). De ahí el discurso sobre el PRIAN que excluye a la alternativa auténticamente popular y democrática. Lo cual puede deberse a una combinación de factores, como los errores de campaña cometidos por López Obrador en 2006, aunados a un monto de irregularidades que incluso siendo pequeño, pudo haber sido determinante en el resultado (y en todo caso, dejaron incluso en las actas oficiales la sombra de la incertidumbre). Pero parte de la explicación se halla también en el rechazo y reservas que genera AMLO en buena parte del electorado, por su personalidad, sus propuestas contradictorias, sus ocurrencias y su estridencia discursiva. El innegable fraude de 2012 podría no explicar los tres millones y medio de votos de diferencia en los resultados oficiales (aunque en la retórica obradorista hubo cinco millones de votos comprados, calculados quién sabe a partir de qué).

Pese a lo cual no puede decirse que no haya mejoría respecto de 1988, pues los márgenes de fraude se han estrechado (sería impensable un magno-fraude como el de aquél año, en donde incluso Miguel de la Madrid le dijo a Martha Anaya que Salinas ganó por dos puntos porcentuales de ventaja, cuando la cifra oficial marcaba 18 puntos de distancia). El hecho mismo de que no sepamos con certeza quién va a ganar este año, y que incluso no se pueda descartar un triunfo de López Obrador, así lo refleja. Y en 2016 ocurrió algo antes impensable; una derrota del PRI en nueve de doce gubernaturas en disputa. Con todo, los avances no son lineales, pues ha habido retrocesos graves, como la elección de Estado en Edomex y Coahuila el año pasado. Lo que lleva a sospechar a muchos (yo incluido) que el gobierno buscará repetir ese esquema este año. No necesariamente lo logrará, pues el país entero no es el Estado de México, y además el PRI no arranca como puntero, sino en tercer sitio. Un resultado como el mexiquense en la elección presidencial sería pésima noticia para nuestra endeble democracia electoral, generando quién sabe qué consecuencias. Quizá otro ‘88… o peor aún.

Analista político.
@JACrespo1

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