En su protesta como presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador volvió a referirse al cambio de régimen, al inicio de una historia nueva, al borrón y cuenta nueva, a que hará una política que colmará la esperanza de millones y separará el poder político de intereses espurios. No ha precisado qué quiere decir “cambio de régimen”. Va de suyo que en México es costumbre hacer del régimen sinónimo de gobierno, pasando por alto que el régimen suele permanecer mientras los gobiernos van pasando. Pero el presidente parece referirse a algo más de fondo, a un cambio de las reglas del juego del poder. Las primeras acciones de su partido lo indican. La drástica reducción de las percepciones de los trabajadores del Estado y las venideras iniciativas de consulta popular y revocación de mandato, más lo que se acumule, indican la intención de inyectar nuevas dinámicas en el Estado. Más allá de la idea de austeridad y consultas para el apoyo inmediato del mandato presidencial, no sabemos qué formas institucionales se buscan, tampoco si serían arreglos compatibles con la democracia constitucional y funcionales al servicio y renovación de la vida pública.
Cuando se modificaron las reglas de acceso al poder no se modificaron, al menos en la medida justa, las de su ejercicio. Ese es el precipicio por el que cayó la transición a la democracia y que los responsables de la política nacional, en todos los ámbitos de decisión importantes, prefirieron ignorar a cambio del disfrute de las prerrogativas y privilegios del poder. Los electores servimos para ascenderlos a los puestos y financiar con dinero público sus actividades, pero ellos y ellas no estuvieron a la altura de las circunstancias. Este es el gran tropiezo de una historia que comenzó en 1996: los votos se cuentan, pero las “ganancias” se quedan arriba. Hoy vemos las consecuencias: alejamiento del “pueblo” de la política ciudadana, fin del pluralismo político, restauración del presidencialismo autoritario y el centralismo del gobierno “federal”, y amenaza de echar atrás la incipiente división de poderes. Y esto sólo para empezar. Esa es la falla que el electorado rechazó, no la empeoremos.
La llegada de la mayoría absoluta a los órganos de poder no debe significar el fin del pluralismo a menos que esa mayoría se empeñe en convertirse en hegemónica. No es lo mismo ser una fuerza mayoritaria que ser un poder hegemónico. Doy por buena la palabra del presidente: “aplicaremos rápido, muy rápido, los cambios políticos y sociales para que si en el futuro nuestros adversarios, que no nuestros enemigos, nos vencen, les cueste mucho trabajo dar marcha atrás a lo que ya habremos de conseguir. Como dirían los liberales del siglo XIX, los liberales mexicanos, que no sea fácil retrogradar.” Bienvenido sea el cambio que llegue para quedarse si se hace por y mediante las herramientas de la democracia.
En el discurso resuena parcialmente un aliento democrático que admite la política adversarial como motor constructivo y desecha la idea de perpetuación en el poder. Signo saludable. Aún no sabemos si su partido, que emite señales contradictorias, lo comparte. La democracia invoca el contrapeso del poder en la permanencia de opciones distintas a la mayoritaria, de ahí que sea indispensable afianzar y profundizar instituciones que representen los diversos pareceres legítimos sobre lo público. Pero los resortes de la mayoría pueden dispararse en sentido contrario, hacia la regresión autoritaria.
Entre las críticas que se han hecho a las fallas de nuestro sistema democrático está una que, ahora que se habla de cambiar de régimen, hay que colocar en el centro del debate: la estructura vertical y autoritaria de la presidencia y su residencia en la mentalidad de los mexicanos. No podemos permitirnos un retroceso restaurador, ni el aprovechamiento oportunista de la ocasión que lo permite. De la elección del primero de julio no puede seguirse la conclusión de que la mayoría es el nuevo totum y que la minoría (el 46%) deba someterse (subrayo esta última palabra) a sus designios. El camino correcto es retomar la senda democrática, profundizarla, hacerla practicable para todos y un medio para mejorar la vida en común, no por mandato de lo alto, sino por el esfuerzo de cada uno.
El presidente debe emitir señales claras de que se avanzará en dirección a construir esa otra parte de la democracia que ha estado reprimida: las reglas de ejercicio del poder; un sistema con contrapesos, con rendición de cuentas, con equilibrios internos y externos, un régimen político cuyas instituciones procuren activamente la inclusión de ciudadanas y ciudadanos en las decisiones políticas, una reforma del régimen político y de las reglas que lo componen que induzca el pluralismo cooperativo, sin cooptación, sin anatemas, sin persecuciones, sin odio. Lo merecen México y los que han luchado (y muerto) por un país democrático, libre, igualitario y justo. ¿Haremos historia juntos?