Todo un siglo luchando por abrir fronteras, por expandir el pensamiento universal y por encontrar razones que nos unan como individuos y no como ciudadanos de una nación, de una etnia, de una lengua o de una religión. 18 años de un nuevo siglo han bastado para que las naciones vuelvan a hacer esfuerzos por volverse sobre sí mismas, para rechazar lo diferente, por diferente, y a destruir lo ajeno, por no ser propio.

El pensamiento nacionalista es contrario a cualquier criterio de inclusión: es separatista, es gregario, es exclusivo. Nacionalista es EU cuando pone aranceles para alejar otros mercados distintos del suyo, es nacionalista cuando propone la construcción de muros, es nacionalista cuando cierra las puertas a la libertad internacional de comercio. Nacionalistas son los catalanes que procuran una independencia para separarse de los españoles, que son ellos, pero “distintos”. Nacionalista fue la España franquista, la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler. Nacionalista es Corea del Norte. Nacionalista fue Venezuela. Nacionalista fue Cuba. Nacionalismo es todo aquel que se niega a comprender que el mundo es uno y que los individuos son más que sus pasaportes. Nacionalismo es el que niega que el lugar donde se haya nacido, es tan sólo un accidente.

Cuando Diógenes se definió como “ciudadano del mundo”, precisamente, atacaba la idea de que lo definieran por sus orígenes locales o por su pertenencia grupal. Su crítica estaba dirigida a que no se perdiera de vista el carácter universal de las preocupaciones y las necesidades humanas.

El periodo de posguerra, durante la segunda mitad del siglo XX, fue uno de los más aleccionadores que hemos tenido. Supimos de lo que éramos capaces, reconocimos nuestras debilidades y propusimos establecer un modelo donde la razón fuera universal, los derechos de los humanos y las democracias de los individuos. Así, la historia de Europa se puede definir durante ese periodo como un ejercicio de alejamiento ante cualquier clase de nacionalismo en el que su mejor resultado fue la Unión Europea. Y la historia de América se define por estrechar sus lazos comerciales, sus culturales y tratar de reducir las fronteras a pesar de las grandes distancias. Las luchas más feroces y los esfuerzos más desgastantes fueron, precisamente, aquellos encaminados a terminar con los nacionalismos.

Sin embargo, la enfermedad vuelve a surgir. Antaño comenzó a través de la afirmación étnica de los pueblos o a partir de una supuesta verdad ideológica, ahora, comienzan con el mercado, con los comercios, con la protección económica y laboral de los “ciudadanos”. La migración se ve como una enfermedad y los muros como una cura, el intercambio comercial como un mal y el proteccionismo como un bien, la trasnacionalidad de las empresas como una traición y la localidad como lealtad con el pueblo nacional.

Si una lectura general del surgimiento del pensamiento nacional es el miedo: el miedo a la otredad, a la diferencia, el miedo a la pérdida de identidad, a la sacralización cultural, a la violación lingüística, etcétera. Debemos recordar también que todos los esfuerzos por universalizar la razón, expandir las fronteras, compartir el comercio y fortalecer las economías, fue el miedo: el miedo a los localismos que siempre terminan en discriminación, en cerrar las fronteras que siempre terminan en cataclismos político-sociales, miedo a la identidad lingüística como criterio de distinción, miedo a la veneración de una cultura local que siempre termina en síndromes de superioridad.

Durante el siglo XX, el nacionalismo fue la enfermedad que tuvimos que curar en el mundo, no se entiende por qué ahora, en el siglo XXI, el nacionalismo se ve como la cura y el remedio.

Embajador de México en los Países
Bajos. Representante permanente
ante la OPAQ

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