El 23 de diciembre de 1859, Charles Baudelaire le escribió una carta a Victor de Laprade en la que solicitaba su postulación a la Academia Francesa. Poeta monárquico, de convicciones profundamente católicas y, en ese entonces, miembro de dicha institución, Laprade (quien había sido atacado en numerosas ocasiones por Baudelaire) nunca contestó la carta, pero sí le dedicó una sentencia: "Querer combinar Charenton y el Palacio de Mazarin es la mayor astucia que yo haya visto".
Era, en efecto, una astucia, pero no en el sentido lapidario que Laprade quiso darle. Combinar Charenton (el famoso hospital psiquiátrico en el que el marqués de Sade pasó sus últimos años) con el Palacio de Mazarin (que servía de sede a la Academia) era, precisamente, el tipo de contradicción en la que se cifra el genio de Charles Baudelaire.
Plena contradicción
La historia de Baudelaire empieza el 9 de abril del mismo año en el que murió Napoleón Bonaparte: 1821. Una época convulsa, marcada por el cisma de los poderes políticos, la transformación de las ciudades y la inversión de los valores. Dicho en pocas palabras, la ruptura de los viejos paradigmas.
Mario Campaña (autor de una biografía de Baudelaire titulada Juego sin triunfos) es bastante explícito al respecto. De acuerdo con él, el poeta "crecerá con el estrépito de los cortejos militares, el olor a pólvora, el humo de las fogatas y las barricadas, el coro que entonan las multitudes en marcha".
La referencia es literal: de 1830 en adelante, París (cuna del poeta) fue escenario de numerosas revueltas. Cuatro años después, en Lyon, él mismo toma parte en una insurrección de los estudiantes del internado en el que estudiaba. En 1948, la revolución que dio origen a la Segunda República lo encontró de pie sobre las barricadas, armado con un fusil.
Esta agitación, sin embargo, no se compara a la que sacude las páginas que escribió Baudelaire. Aunque fue un estricto conservador en cuanto a la forma (la rima y el ritmo eran sus obsesiones), sus versos abundan en imponentes imágenes, metáforas complejas, exhortaciones eróticas, invocaciones y herejías. Pero también hay momentos de éxtasis, de arrebatamiento casi religioso. Esto es lo que se ve, sobre todo, en el poemario Las flores del mal, que fue víctima de la censura oficial en su época.
Revolucionario y conservador, satanista y cristiano, libertino y puro, herético y santo: estas son las contradicciones que atraviesan la vida y la obra de Baudelaire. Son, también (según Campaña) los elementos que hacen de él el poeta que más cabalmente encarnó las tensiones de la modernidad.
Esta idea la comparte Marshall Berman, quien dedicó a Baudelaire un capítulo de su libro Todo lo sólido se disuelve en el aire. De acuerdo con este autor, los textos de crítica de arte que escribió Baudelaire "fijaron el programa de todo un siglo de arte y pensamiento".
Entretanto, continúa Berman, sus textos en prosa reflejan la tensión del hombre moderno, situado en el contexto de una ciudad que se transforma constantemente. Hablamos, al fin y al cabo, de la misma época en que París vivió sus mayores transformaciones, la de la creación de los grandes bulevares y las avenidas de macadán, bajo la gestión del diputado Georges-Eugène Houssmann.
Leyenda y final
No cabe duda de que Baudelaire sobrevive, también, a través de su leyenda de crápula. Fue bohemio, alcohólico y opiómano. La sífilis, que contrajo a raíz de su pasión por los burdeles de París, puso fin a su vida cuando contaba con 46 años.
Baudelaire solo conocerá la gloria póstuma. Autores que van desde Rimbaud a Vallejo y de Nietzsche a Cernuda practicaron el culto a su obra. Nunca fue admitido en la Academia Francesa.
sc