El 11 de diciembre de 2006, a diez días de haber comenzado su mandato como Presidente, Felipe Calderón ordenó el despliegue de los primeros batallones del Ejército a Michoacán para combatir al crimen organizado. Inició así nuestra guerra y la renuncia a un modelo de seguridad para los ciudadanos, en manos de instituciones civiles.

Los costos han sido innumerables. Cientos de miles de personas han sido asesinadas, el número de desaparecidos crece día con día, miles de familias han sido desplazadas de sus hogares, cientos de ciudadanos hoy dedican sus días y noches a la búsqueda de sus familiares desaparecidos. Los grupos de la delincuencia organizada son hoy más numerosos, más violentos y más poderosos; nuestras policías e instituciones de justicia son menos eficaces y más débiles. Ante el fracaso de las autoridades civiles, se pide al Ejército que asuma cada vez más tareas de seguridad pública, a pesar de no contar con entrenamiento para ello ni estar constitucionalmente facultado para realizarlas. Hoy más de 52 mil soldados son desplegados anualmente a lo largo del país para contener la violencia que sigue creciendo.

A 11 años de iniciada la guerra, tenemos un país más violento, menos transparente, con instituciones civiles más débiles y una intervención militar que, lejos de ser una excepción, se ha convertido en el corazón del modelo de seguridad (y, cada vez más, del paradigma de gobierno). Se dijo entonces que el uso del Ejército era una medida temporal, excepcional, pero hoy es la norma. Incluso, ha modificado las reglas del juego político a nivel nacional.

No existe indicador alguno que insinúe que la estrategia ha funcionado pero, a pesar de la gravedad de la crisis y los deplorables resultados, no parece haber intención alguna de cambiar —o siquiera cuestionar— el paradigma actual. En esta administración se ha afianzado la estrategia de combate y decapitación de cárteles, y dejado a un lado la construcción de instituciones de justicia. La creación de la Fiscalía General de la República sigue sin avanzar y hace unas semanas se descartó —sin discusión— las propuestas de reforma a las policías. No hay planes para regular el uso de la fuerza ni retirar al Ejército de las calles. A la vez, seguimos sin diagnóstico que permita entender los efectos que tiene la presencia militar en importantes extensiones del país. ¿Dónde ha funcionado y dónde ha sido perjudicial? No sabemos a ciencia cierta, pero la evidencia apunta a que el daño ha sido mucho mayor que el beneficio y a que la militarización ha exacerbado la violencia.

El modelo de seguridad actual pone al Estado en el centro y justifica todo en torno a su protección. Lejos estamos de tener al ciudadano como eje de nuestras preocupaciones de seguridad. Por ello, son recurrentes las propuestas que buscan limitar derechos o aumentar la opacidad y la discrecionalidad de las autoridades para lograr seguridad. En este modelo, donde lo relevante es proteger al Estado (no a las personas), también son de menor importancia los riesgos que tiene para la población civil la aprobación de una Ley de Seguridad Interior o la sumisión del poder civil frente al militar. El Estado es lo que importa, las personas después.

El 11 de diciembre debe servir para reflexionar acerca de las vidas perdidas y heridas por esta guerra. También debe servir para impulsar una reflexión nacional sobre otro paradigma de seguridad posible para México, uno centrado en las personas y en su participación en la seguridad. Como escribí hace 1 año en este mismo espacio, los costos de los últimos años deberían convencernos que más de lo mismo no tendrá otro resultado. 11 años de guerra son demasiados. Es tiempo de algo diferente. Hay propuestas. Lo que falta es un gobierno dispuesto a tomarlas en consideración.

División de Estudios Jurídicos CIDE. @cataperezcorrea

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