Recuerdo vagamente el circular de helicópteros, el aullido de patrullas y el movimiento rápido de autos verde olivo cerca de donde yo vivía, a mis 9 años, donde insistentemente la gente preguntaba qué estaba pasando allá por Tlatelolco, señalando hacia las torres Técpan y el Jardín Santiago, justo en el entronque de la avenida Reforma y Flores Magón. Lo que alcancé a entender es que ahí se enfrentaban policías y ejército mexicano contra estudiantes, para evitar que México se convirtiera en un país comunista.

Luego, escuché a la distancia muchas detonaciones o disparos de arma de fuego, mientras la señora a la que yo ayudaba a poner y levantar sus puestos me dijo apresurada que metiéramos todo el material y cerráramos las cortinas de las dos accesorias, al tiempo que me daba el peso -todavía de plata-, como salario diario. Sin entender realmente qué pasaba, me pidió que me fuera a casa y que no saliera más.

Ese fue el inicio de mi vida política, pues no pude menos que ponerme del lado de los estudiantes, sin saber bien a bien por qué peleaban, ni quién tenía la razón, ante la desventaja de enfrentarse a una policía bien armada y un ejército mejor pertrechado, el que desde entonces me asusta y atemoriza, pues en ese tiempo oí decir a un adulto que “cuando el ejército sale a las calles es para matar”. Y así fue. Cientos de jóvenes murieron o, mejor dicho, mataron, al tiempo que muchos más fueron encarcelados y, otros tantos, golpeados y torturados.

En mi natural inocencia no hice nada más que mentarle la madre a la distancia, tanto a los helicópteros, como a los vehículos verde olivo -junto con mis amigos del barrio- cuando pasaban por ahí en días posteriores, cuya respuesta siempre fue una inexpugnable mirada de los soldados y una postura pasiva de la policía ante las travesuras sin causa de una pandilla de niños, en ese entonces, sin problemas de género.

Solo hubo una vez en que un camión verde olivo se detuvo, justo enfrente de nosotros, y bajó un soldado con actitud amenazante, al tiempo que otro amigo más atrevido gritó: “nos quieren matar”, que hizo que el intruso se detuviera y regresara de inmediato al vehículo, mientras todos corríamos al interior del predio donde vivíamos. Ahí supimos -inconscientemente- el poder de las palabras y consignas, por lo que desde entonces la mayoría de nosotros refrendamos el deseo de ser estudiantes universitarios, justo como los que habían acribillado.

Muchos años después, el dichoso destino me llevó a la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde pasé los primeros años de la carrera en la Dirección General de Asuntos Consulares, que en ese entonces se encontraba a un lado del edificio de la cancillería en Tlatelolco, conocido como el “anexo”, que colindaba en uno de sus extremos (norte) con la zona arqueológica, así como con las salas y salones de reuniones de la nostálgica área de conferencias. Ahí sobresalía el auditorio “Alfonso García Robles” -el gran diplomático mexicano, hacedor del Tratado de Tlatelolco en 1967, por lo que fue merecedor del premio Nobel de la paz en 1982-, al igual que el Salón Juárez y una histórica sala, con una enorme mesa oval y sillas fijas, donde se firmó dicho documento, y que contaba con una gran vista al exterior y una discreta puerta hacia la zona arqueológica.

Desde mi cubículo en el “anexo”, veía las ruinas y sus visitantes y, algunas veces, al propio canciller Fernando Solana pasear con sus colegas y contrapartes extranjeros, a quienes -seguramente- trataba de convencer en difíciles negociaciones, utilizando el poder de la cultura mexicana, para luego regresar al salón y firmar los acuerdos y darse un apretón de manos. Yo mismo hacía ese recorrido para llegar al famoso “convento”, propiedad de la cancillería -contiguo a la iglesia de Santiago-, convertido en el Acervo Histórico Diplomático, donde se encontraba la rica historia de la gran política exterior del México independiente, que consultábamos para fortalecer nuestros trabajos y discursos o bien, para nutrirnos de la historia de nuestros antecesores, cuando la política exterior se hacía a mano.

Algunas veces, en ese recorrido, volteaba yo sin querer al techo del “anexo” y luego al de la torre, pues se decía que desde ahí se habían lanzado las luces de bengala que marcaron el inicio de la represión del régimen hacia los estudiantes en plena plaza. Ante la confusión, policías y soldados dispararon a discreción a los indefensos civiles que, desesperados corrían, unos hacia el ahora eje central; otros a la avenida Reforma; unos más al interior de Tlatelolco; y pocos, hacia la cancillería, donde varias veces me los imaginaba con sus caras de miedo ir hacia mi oficina.

Muchos quedaron en la misma Plaza de las Tres Culturas, de cara al piso, desnudos y humillados por el poder represor, de cara a nuestra historia, cuyos dioses vieron con estupor los nuevos sacrificios humanos, esta vez con balas y sin plegarias al cielo. Igual los ahora sacerdotes católicos cerraron sus puertas y oídos a los gritos de dolor de los jóvenes. Al tiempo que ese edificio emblemático de la cancillería -la torre de Tlatelolco- borraba

de sus archivos ese terrible momento y esa vergonzosa utilización del poder presidencial y sus instituciones.

Solo un personaje reía ante la masacre, con grandes dientes y trompa, que lo asemejaban a un furioso animal salvaje, sin saber que ese hecho marcaría también el inicio de un largo proceso para alcanzar un México nuevo, democrático y bueno, para disfrutarlo como ahora sucede. El proceso duró justo 50 años -hasta 2018-, pues nadie a estas alturas se traga el cuento del Fox que venció al PRI, ni del PAN renovador, mucho menos el PRIAN democrático. Puro atole de dulce y pan de ajo.

En 2018 se cierra y abre al mismo tiempo otro proceso que apenas va iniciando, dónde la izquierda, esa que puso los muertos en cada batalla, asume el poder con toda legitimidad, para desalojar a una élite política desgastada por el tiempo, la corrupción, el contubernio y, sobre todo, la falta de ideas para lograr la necesaria y plena transición democrática, que abriera la puerta a mejores oportunidades de desarrollo de México y su gente como hoy acontece. Desde luego, persisten retos -como la violencia- que poco a poco está cediendo, a pesar de lo que diga la derechiza que, sin convicción alguna, ni moral para criticar, deambula por este nuevo proceso sin brújula y sin saber todavía cuál es su papel.

Mientras tanto, los hijos del 68, comprendimos a nuestra corta edad que algo muy grave había sucedido en ese año, por lo que había que prepararse para las siguientes batallas. En mi caso, supe que la universidad sería la mejor arma para enfrentar la vida en todas sus formas, reconociendo así la lucha de los estudiantes que participaron en ese 2 de octubre, el inicio de todos los cambios y transformaciones en México.

Mario Alberto Puga

Politólogo y exdiplomático

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