Dicen que en política no hay sorpresas sino sorprendidos. Y a nadie debe sorprender que Arturo Zaldívar haya presentado, finalmente, su renuncia como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Desde que fracasó su inconstitucional intento por quedarse en la presidencia de dicha institución, Zaldívar se quitó la máscara y se ha comportado como lo que es: un político con toga.

Su mensaje de renuncia no es otra cosa que un monumento a la irresponsabilidad y a sus ínfulas de grandeza. Zaldívar se precia de haber impulsado los “criterios más vanguardistas”, pero dice que ya se cansó. Dice que su ciclo en la Corte ha terminado, pero que está muy emocionado por sumarse a la (cuarta) “transformación”. Por si alguien tuviera alguna duda, minutos después de anunciar su partida, Claudia Sheinbaum lo recibió con los brazos abiertos.

Así se consumó, en definitiva, la transformación de Zaldívar. Quien se distinguió en algún momento por ser un ministro independiente y defensor de la separación de poderes, hoy ha decidido unirse, sin ningún tipo de pudor, a las filas del obradorismo. De juez constitucional a leguleyo del frente populista.

Poco le importó al olvidadizo “constitucionalista de ocasión” que su renuncia sea un burdo fraude a nuestra Carta Magna. El artículo 98 constitucional es por demás claro: las renuncias de las y los ministros de la Suprema Corte “solamente procederán por causas graves”. Y, para efectos constitucionales, valen las muy graves ganas de Zaldívar de conseguir hueso.

Si la Constitución establece que nuestros jueces constitucionales deben desempeñar un periodo fijo de quince años no es por capricho. Al regular las renuncias en la Corte, el orden constitucional no solo busca incrementar la independencia de las y los ministros y evitar presiones políticas, sino también garantizar la separación de poderes. Los candados constitucionales buscan evitar que los máximos cargos judiciales se utilicen a manera de puertas giratorias donde políticos ambiciosos brinquen de puesto en puesto.

Por eso, precisamente, la misma Constitución prohíbe a las y los ministros que desempeñen ciertos cargos públicos sin que por lo menos pasen dos años de que concluyan sus encargos. La Constitución busca, en suma, limitar ambiciones desmedidas y tramposas como las de Zaldívar.

En el plano de la congruencia, la renuncia de Zaldívar no tiene ni pies ni cabeza. Recordemos, simplemente, que hace solo un par de años este mismo personaje intentó prorrogar su encargo como presidente de la Corte. Y hoy, después de su fallido fraude a la Constitución, el todavía ministro emplea una fórmula idéntica para terminar su mandato de manera anticipada.

De ahí, precisamente, que un personaje tan tramposo como hipócrita, cuyos criterios jurisdiccionales pasaron de la defensa de los derechos al aval a la militarización el país, termine convertido en un simple porrista del obradorismo, en un político en búsqueda de hueso, en un farsante que ha tirado la toga.

El futuro es, por desgracia, previsible. López Obrador enviará una nueva terna y muy probablemente veamos a perfiles abiertamente partidistas. En el corto plazo, la Corte podría no funcionar adecuadamente ni en el Pleno ni en la Primera Sala y, en el mediano plazo, el bloque obradorista podría ganar un nuevo integrante.

Son malos tiempos para la independencia judicial. Y, en esta ocasión, el responsable tiene nombre y apellido: Arturo Zaldívar Lelo de Larrea; alguien que, tristemente, hizo de la indignidad una costumbre.

Juan Jesús Garza Onofre y Javier Martín Reyes. Investigadores en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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