El cierre de 2023 e inicio de 2024 enciende las alarmas de la violencia política, a cinco meses de las elecciones. El 21 de diciembre fue asesinado Ricardo Taja Ramírez, aspirante de Morena a la presidencia municipal de Acapulco. En los primeros días de este nuevo año, fueron asesinados Sergio Hueso, aspirante de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Armería, Colima; Giovanni Lezama Barrera, secretario general del PAN en Morelos y aspirante a diputado local; y David Rey González, aspirante a la presidencia municipal (PRI-PAN-PRD) de Suchiate, Chiapas.

Como puede verse, la violencia política no distingue entre partidos, ideologías o cargos. Lo cierto es que, además de arrebatar vidas y destruir familias, también pone en riesgo la viabilidad, la integridad y la certidumbre de las elecciones, y con ello las de nuestro sistema democrático. Si este problema no se atiende, lo que está en riesgo es que los grupos criminales terminen, en los hechos y de forma sangrienta, siendo los grandes electores. Por eso es una amenaza al país en su conjunto.

En el proceso electoral de 2021, el saldo de la violencia fue de 102 asesinatos; 36 eran aspirantes o candidatos a cargos de elección popular (Etellekt, 2021). Las elecciones intermedias ocupan el segundo lugar con más homicidios, sólo por debajo del proceso electoral de 2018, que acumuló 152. De acuerdo con Data Cívica y el Programa para el Estudio de la Violencia del CIDE, desde 2018 se han registrado 1,564 ataques, atentados y amenazas contra personas que se desempeñan en el ámbito político o el servicio público, así como contra instalaciones de gobierno o partidos políticos.

Un grave riesgo de la violencia política es que se normalice. Que sea tan constante que deje de escandalizar, se asuma como algo inevitable y la respuesta sea la resignación. Esto es inaceptable, por principio y porque significaría rendir la democracia a los delincuentes. Más aún, el Estado mexicano sí cuenta con los instrumentos para enfrentar este grave desafío. Pero se requiere además de disposición y de planeación.

En 2021, el Ejecutivo Federal desplegó la “Estrategia de Protección en Contexto Electoral”: una medida que resultó insuficiente por la falta de evaluaciones de riesgo que identificaran y atendieran las particularidades de cada región o entidad del país. Las policías estatales, por su parte, no cuentan con los recursos para garantizar la protección de candidatas y candidatos locales, quienes están mucho más expuestos a ataques y a amenazas.

La violencia política representa un desafío de Estado, que debe enfrentarse con una estrategia integral: desde el diagnóstico preventivo hasta la impartición de justicia para las víctimas, con un enfoque prioritario en la protección de los actores políticos durante el proceso electoral, enfatizando los lugares con mayor violencia y menores capacidades locales.

La Guardia Nacional, que muchas veces ha sido destinada a desempeñar funciones que no le corresponden –como el control migratorio o la vigilancia del metro de la capital federal– es la institución idónea para encabezar dicha estrategia: cuenta con el número de elementos, el despliegue territorial y los recursos necesarios para coordinar este esfuerzo. Y, sobre todo, se trata de una misión perfectamente compatible con las atribuciones y responsabilidades legales de la corporación.

A menos de cinco meses de la jornada electoral, estamos a tiempo de definir una estrategia nacional para garantizar la protección, seguridad e integridad de aspirantes, candidatas, candidatos, funcionarios, dirigentes partidistas, sus colaboradores y sus familias. Los cuatro asesinatos recientes son una tragedia, pero también una grave señal de alerta. No podemos permitir que los atentados mortales vuelvan a acumularse hasta imponer un nuevo, doloroso y normalizado récord.

Senadora de la República

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