La errancia de un nombre puede parecer un azar o un destino, puede propiciar equívocos varios y confundir identidades, puede importar enigmas y revelaciones, y puede sugerir mitologías. En una nota a pie de página, Thomas de Quincey sostenía hacia 1827 que el apellido Cant era un apellido escocés y que un filósofo de ascendencia escocesa por la línea paterna, que no salió de Königsberg y sus alrededores, que en ese tiempo conformaba Prusia Oriental, transformó su ortografía para adaptarlo “a las analogías de la lengua alemana”; ese filósofo, se sabe, era Immanuel Kant, cuyó nombre se propagó desde 1781 no sólo en Königsberg cuando tenía 57 años y publicó un libro: Crítica de la razón pura.

En Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche sentenció que “hoy todo mundo se esfuerza en desviar la atención de la verdadera influencia que Kant ha ejercido sobre la filosofía alemana y, sobre todo, por hacer la vista gorda sobre el valor que él mismo se ha atribuido. Kant se enorgullecía, ante todo, de su tabla de categorías. Decía, con esta tabla en la mano: ‘He aquí lo más difícil que ha podido intentarse en vista de la metafísica’. Entiéndase este ‘ha podido’. Kant estaba orgulloso de haber descubierto en el hombre una nueva facultad sintética a priori.”

Después de la Segunda Guerra Mundial, en una de las conferencias que sostuvo en Cornell University entre 1951 y 1952, que luego de su muerte se publicaron como un libro: Los alemanes, editado por el Fondo de Cultura Económica, Erich Kahler consideraba que “los veinticinco últimos años del siglo XVIII constituyeron una crítica coyuntura en la historia universal, y los sucesos de este periodo contienen las semillas de las crisis que hoy está experimentando nuestra civilización.” Advertía que, “durante ese breve periodo, la Revolución norteamericana, la Revolución francesa y la creciente importancia de la industrialización alteraron fundamentalmente la naturaleza política, social y económica de la sociedad occidental. En Alemania, Prusia consolidó su posición y se convirtió en una gran potencia europea.” Creía que, como la filosofía, de un país que apenas conocía los primeros brotes de una genuina conciencia nacional, “su literatura tuvo que lograr una síntesis de racionalismo francés y de naturalismo inglés; pero donde esos dos principios nacionales sólo tuvieron implicaciones teóricas para la filosofía”. Reconocía que “el deísmo y el panteísmo inglés mezclaron las nuevas experiencias de la ciencia empírica con el emocionalismo de los anabaptistas y los pietistas, que habían recibido la tradición del misticismo continental y la habían llevado más adelante”. Infería que “el otro gran impulso intelectual de este periodo lo dio la filosofía racionalista de la Ilustración, originada en Francia, en directo contraste con el culto a la naturaleza, al genio y a las emociones desenfrenadas. Un tanto suavizado por el empirismo inglés, el racionalismo culminó en Alemania en el sistema de Kant, que impuso a la mentalidad alemana la disciplina racional más rígida que pueda concebirse”.

El fervoroso lector de Kant, Thomas de Quincey, se fascinaba con “la gran fuerza y capacidad de expresión de la lengua alemana”, a la que se había acogido Kant; a diferencia de Leibniz, que escribió, sobre todo, en francés. Nietzsche, sin embargo, no sin ironía, recurría a la ortografía inglesa para definirlo: Cant.

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