Un nuevo año comienza y con ello renovamos los propósitos para encontrar enmiendas en aquello en lo que fallamos, o que necesitamos mejorar. Súmenle a lo anterior, que el 2024 es la oportunidad obligada para que esta renovación sea fértil. Debemos comenzar por reconocer aquello que está mal o que no hemos podido arreglar. La justicia y la seguridad son temas que no pueden quedar exentos de este ejercicio.

Como pocos, estos ámbitos de la vida pública han sido sometidos a un escrutinio especial y a un esfuerzo constante de mejora en términos de diseño e inversión. Es cierto que aspectos centrales de estos temas como la autonomía o la independencia judicial que garantice la imparcialidad de los jueces han sido objetos de embate por parte de los poderes políticos en el país. Vivimos una presidencia que carece de autocrítica y que desprecia toda forma de control democrático. El líder narcisista sólo acepta sus propios datos como verdad y a sus propios juicios como justicia. Tarde que temprano, traslada a la fuente de su legitimación histórica del voto al designio divino. Por ello, la crítica de los seres humanos es inconmensurable con la manera en que el poderoso ve al mundo. Son dimensiones analíticas que se mueven en planos distintos y por ende ni se tocan ni se comparan.

En los últimos años han existido retrocesos graves. No sólo las cifras inocultables como los homicidios dolosos han aumentado, sino que, además se percibe un proceso de desmantelamiento institucional que es muy peligroso. La entrega de tareas a las fuerzas militares que no son propias de su misión constitucional los ha retirado del combate a las organizaciones criminales. Volvemos a vivir despliegues de fuerza por parte de la delincuencia organizada que ya se habían superado. El desmantelamiento ha sido proporcional a la reconstrucción de la potencia de los sicariatos criminales.

No debemos olvidar las lecciones del pasado. Estrategias como los barridos territoriales (retenes), no fueron exitosas y generaron más costos que beneficios. Otros ejemplos fueron más exitosos, el fortalecimiento institucional de las fuerzas de seguridad, la investigación basada en inteligencia con el fin de desmantelar a las organizaciones criminales, al tiempo de una mejor focalización del gasto público para mitigar la violencia.

La dicotomía entre abrazos y balazos es simplista y falsa. Debemos urdir una estrategia de pacificación que pase por desplazar a las estrategias penales por otras mas dirigidas a atender las consecuencias de ciertos delitos. Así, una política de control de drogas que fortalezca el enfoque sanitario, sustituyendo a mercados negros por mercados regulados parece funcionar mejor para abatir la violencia. Nadie cuestiona que una sociedad más equitativa, productiva, nutrida y educada es más pacífica. Asimismo, los hechos señalan que no podemos prescindir de la contención de la violencia si queremos proteger a los pacíficos.

Cuando la seguridad y la administración de justicia sean temas de Estado que se construyan sobre un consenso político amplio podremos construir una paz duradera, condición ineludible para que un régimen político sea estable. Los cambios políticos abren una nueva oportunidad para aprovechar, defender lo que funciona y abandonar lo que frustra y fracasa.

Tal vez sea el momento de pensar en un modelo de policía nacional que sea gobernado a través de un cuerpo donde concurran la federación y las entidades federativas, que, a su vez, conviva con un modelo de policía de proximidad a cargo de las autoridades municipales, o bien en una despenalización de muchas conductas para que sean procesadas a través de la justicia administrativa o civil. Un Estado sólo debe prohibir penalmente aquello que es capaz de contener institucionalmente. Las prohibiciones que sólo tienen un carácter simbólico sólo generan un discurso de impunidad, puesto que en el fondo no son sostenidas.

Es tiempo de realismo. El gobierno debe acometer aquellas tareas que es capaz de garantizar y criminalizar aquellas conductas que es capaz de evitar. Una reducción en la impunidad pasa por una manera distinta de prohibir. La natural hipocresía de las fuerzas políticas que tratan de distinguirse de todo aquello que satanizan ha generado una inflación legislativa proporcional al grado de frustración que genera la impunidad. Este es un círculo vicioso que solo puede romperse con integridad y con honestidad. Ya es hora.

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