No debemos confundir las propuestas disruptivas con las temerarias. Las primeras son la respuesta a las inercias con las que pensamos nuestros problemas. Constantemente queremos solucionar los problemas con fórmulas fracasadas. A veces la hipocresía nos lleva a distinguirnos de lo que condenamos a partir de juicios contundentes. Esto reduce nuestra capacidad de análisis para detectar la causa de nuestros problemas y plantear soluciones. Las propuestas disruptivas se construyen a partir de un reconocimiento de lo que no ha funcionado y se abren a una mirada innovadora de diagnosticar un problema y buscar solucionarlo. Así, lo disruptivo parte de una actitud reflexiva que se posiciona frente a aquello que ha dejado de ser pensado.

Por otra parte, las propuestas temerarias son irreflexivas. No ponen su mirada en la realidad. Lo fundamental no es sostener la verdad y transformar las causas de los problemas. Lo que se busca es el aplauso fácil y el lucimiento de las personas. Las frases trilladas, las palabras gastadas o las perspectivas ciegas sostienen a un discurso simplón que persigue la vanagloria inmediata.

Así pues, se abre una dualidad entre innovación y propaganda. La primera es una mirada que busca transformar al mundo, o cuando menos, optimizar el aprovechamiento de los recursos presentes. La segunda está orientada a cimentar una percepción en el oyente que lo induzca a la obediencia de quien habla.

No me canso de sostener que la diferencia entre una democracia funcional y un régimen populista, descansa mucho en esta dualidad. La democracia es una forma de gobierno que constantemente atiende al mundo para medir sus alcances y rectificar sus errores. Las elecciones periódicas son un ejercicio que convoca al diagnóstico del estado de cosas en el que se desenvuelve la comunidad política. Por ello, es necesario que una sociedad registre y mida los procesos sociales. Educación, salud, empleo, son vistos como problemas a resolver a fin de promover una convivencia ordenada y prospera de la comunidad.

La misma idea de progreso (a la que se adscriben tantos voluntaristas) se cimenta en la noción de movimiento en el tiempo. Esto necesariamente pasa por reconocer el pasado, registrar el presente y anticipar el futuro, o como diría San Agustín, recordar, intuir y esperar.

En la propaganda se inventa un pasado idílico. La noción de identidad se construye sobre el mito del paraíso perdido. Simplificar la historia es esencial para la propaganda. Ésta se ve amenazada por el pensamiento complejo. Hoy se desprecia al mestizaje fundamentalmente porque es una idea complicada. Es más fácil sostener que nuestro origen es precolombino y que la colonización es una historia negada por no deseada.

Un segundo rostro distingue, al populismo. Se formula el presente en términos de antagonismo. El pasado remoto sólo puede ser recuperado a partir de la destrucción del pasado reciente. Sólo se puede regresar al paraíso, desandando el camino.

Hoy nos debemos preguntar porqué una buena parte del mundo está viviendo regresiones autoritarias. La complejidad del análisis se profundiza cuando esta regresión se sostiene en lo efímero como resultado de la aplicación de las nuevas tecnologías de la comunicación. Nuestra impaciencia como plataforma de la insatisfacción constante es campo fértil para no sostenernos en la realidad.

Por ello, urge recuperarnos como cuerpos hablantes y observantes. Recuperar el contacto, encontrarnos con los ojos y escucharnos los unos a los otros. Respetarnos a partir de reconocernos. Urge quitarnos un velo virtual de los ojos y saludarnos con afecto.

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