La historia se repite cada vez que doy una clase de literatura. La discusión sobre los textos, casi inexorablemente, acaba por querer concluir si el texto es ‘bueno’ o ‘malo’. Como si al final, jueces en pedestal, nuestro único objetivo al leer fuera dictaminar: esto vale la pena, esto va al basurero de la historia.

El resultado, empero, siempre me parece insatisfactorio. De hecho, me frustra. Me deja con un mal sabor de boca, sintiendo que la discusión no ha aportado nada, ni a mi disfrute del libro, ni a su entendimiento, mucho menos a mi entendimiento del mundo. Leemos Pedro Páramo, por ejemplo, y después decidimos que sí, es una obra que vale la pena, ‘buena’, y se acabó. ¿Qué hacemos ahora con eso? ¿Releerla? No, porque si el objetivo de leer es decidir si la obra es buena, y eso ya lo hicimos, entonces no hay necesidad de volver a leerla. Sería como querer saber mi peso, subir a la báscula, anotar el número de kilos a los que equivale mi cuerpo e inmediatamente después volver a hacerlo: innecesario.

Si la opción no es releer, entonces tal vez sea convencer a aquellos que creen que no es buena de que sí lo es, o convencer a aquellos que no la han leído de que la lean. Pero a menos que creamos que la literatura es solamente una forma más de la publicidad, eso tampoco será estimulante. Los fanáticos de Harry Potter recomienden la saga cada que pueden, pero incluso si las demás personas no quieren verla ellos seguirán disfrutándola.

Pensemos en la respuesta contraria: concluimos que Pedro Páramo (o para tal caso cualquier otra obra) no vale la pena; es, simplemente, un libro malo. ¿Para qué releer algo que es malo? Por supuesto que no recomendamos algo malo y, aunque puede ser molesto que alguien admire una película que a nosotros nos desagrada, podemos dejar que cada quien vea y lea lo que quiera. Entonces, ¿qué me deja saber que una obra es buena (o mala)? Mi respuesta es que, además de la sensación de que la discusión de un libro es aburrida, no deja nada.

Pensemos en las ciencias naturales (biología, química, física, y áreas afines). Funcionan como el ejemplo de mi peso: hay una realidad allá afuera (empírica) que nosotros queremos conocer y entender, así que tomamos las ideas que tenemos sobre cómo funciona el mundo y las verificamos.

Creemos que la luz solar es esencial para que crezca una planta de frijol. Tomamos dos plantas de frijol idénticas, con la misma tierra y les ponemos la misma cantidad de agua a la misma hora, en el mismo lugar, pero a una la dejamos sin luz solar. Así verificamos que la planta sin luz solar se muere, pero que la otra florece. Entendimos algo que antes no entendíamos (la importancia de la luz solar para la vida de las plantas) y eso tiene implicaciones. Para que nuestros cultivos tengan éxito tenemos que sembrar en zonas con suficiente luz solar.

¿Qué entendemos cuando decimos que Pedro Páramo es un buen (o un mal) libro? Nada. Si decidimos que es bueno entonces vale la pena que otros lo lean, esa es la única implicación.

El problema de esta postura radica en el enfoque. Ya decía Hayek que, a diferencia de la química o la biología, donde las teorías se verifican empíricamente, las teorías de las ciencias sociales son inverificables. La razón es que los ‘hechos’ con los que lidian las ciencias sociales son de una naturaleza distinta a aquellos con los que lidian las ciencias naturales.

En las ciencias naturales las definiciones no cambian lo largo del tiempo, y las definiciones (incluso cuando se refieren a la relación entre dos o más cosas) pueden ser planteadas en términos de las características físicas.

En las ciencias sociales, en cambio, los elementos pertenecen a una categoría dependiendo de su rol en la sociedad, y ese rol está dado por el significado que nosotros le damos la cosa. El ADN es un ejemplo de lo primero, el dinero de lo segundo. Puedo describir las propiedades físicas del ADN, y cualquier aseveración que haga sobre él puede verificarse (o refutarse) estudiándolo (aún cuando hacerlo lleve mucho tiempo). Por el contrario, es imposible definir el dinero en términos de sus propiedades físicas, porque el dinero no es un objeto.

Lo que comparten una moneda de diez pesos, un billete de cien dólares, un billete de cinco euros y una tarjeta de crédito no es el material del que están hechos, sino lo que significan para nosotros. Esto implica que, en la medida en que su significado cambie, cambiará también lo que es dinero.

Las ciencias sociales, lo que hacen, dice Hayek, es analizar la consistencia de las teorías sobre las relaciones humanas. Podemos decir que son irrelevantes porque las condiciones que toman en cuenta no ocurren, o que son inadecuadas porque no consideran ciertas situaciones, pero nunca que son verdaderas o falsas.

De forma análoga, en la literatura es inútil la dicotomía bueno/malo. Nada en literatura es verificable en el sentido en que lo es en las ciencias naturales. La definición de literatura no es diáfana, cambia a lo largo del tiempo, siempre está en discusión. Entonces ¿qué sirve al hablar de un libro? Construir modelos, sí, pero no para saber si algo está bien o mal, sino para intentar comprender los patrones de relaciones dentro del texto, entre un personaje y otro, entre los personajes y el narrador, entre el léxico y el tono, entre el texto y el autor, entre el texto y el poder, entre el texto y el lector, entre el texto y cierta época, cierta sociedad… ¿La implicación? Que el lector, como explicó William Empson, “sienta de manera más profunda sus apreciaciones…que tenga más confianza en la realidad de sus experiencias”.

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