Una mañana de otoño de 2021 mis estudiantes, visiblemente cansados, acabaron por contagiarme sus bostezos. Cuando les pregunté a qué hora había terminado la pachanga me explicaron que estaban desvelados por haber escuchado -completito- el nuevo álbum de Taylor Swift. Todos en ese salón lo habían hecho.

Taylor acaba de sacar un nuevo álbum hace unos días, y parece que la euforia ha decaído. Al menos a decir del New York Times y el New Yorker, que en un par de artículos critican duramente sus nuevas canciones y dan cuenta de la frustración de muchos fanáticos.

Algo similar pasa con Bad Bunny, que con su nuevo álbum, Nadie sabe lo que va a pasar mañana, está lejos de alcanzar el éxito del anterior, Un verano sin ti. Después de tres años consecutivos como el cantante más escuchado del mundo, el boricua fue superado por Taylor en 2023 (aunque quedó en el nada deplorable segundo lugar).

Podemos argumentar que las críticas de los medios gringos no son una muestra representativa, hablar de cierta sobreexposición de los cantantes, de la dificultad de crear obras maestras todo el tiempo o simplemente de la imposibilidad de ser el número uno por siempre. Empero, detrás de las molestias de los admiradores de cierto artista está la presunción de que el fanático tiene derecho a exigirle al creador.

La noción de autoría que tenemos es muy reciente. Hace medio milenio nadie preguntaba quién había diseñado cierto edificio, quién era el genio detrás de una pintura o un poema. Verbigracia, no sabemos con certeza quiénes fueron los maestros que erigieron la Catedral de Chartres por allá del siglo doce. En ese momento no importaba: la concepción de una obra no dependía de individualidades y tampoco quedaba sujeta a ellas después de su creación.

Alrededor del siglo quince las cosas empiezan a cambiar. Van Eyck, Da Vinci, Durero, Miguel Ángel y Rafael gozan ya de cierta fama durante su vida, pero su obra está supeditada a la demanda de sus patrocinadores. La Capilla Sixtina lo corrobora: Miguel Ángel no quería pintarla, tuvo que hacerlo porque su mecenas, el Papa Julio II, se lo pidió, y uno no puede decirle que no al que paga las cuentas (menos aún si es una de las personas más poderosas del mundo). Los artistas trabajaban por un propósito que iba allende de sus propios deseos, fuera político, económico, religioso…

Quizá el primer artista que no voltea a ver hacia arriba para saber qué hacer es Beethoven. Se liberó de los mecenas gracias a un público que abrazó su trabajo con entusiasmo. Beethoven fue el pionero de un sismo que llevó del mecenazgo a la creación de obras no hechas por encargo.

El cambio fue entendido como una mera sustitución en el puesto de mando. Ahora, en vez de que el mecenas ordene cómo será la siguiente canción (escultura, poema, novela, pintura...) el público manda. Es decir, distinto capataz, misma fórmula.

Pero el cambio es más profundo. Antes tener mecenas era el primer paso, la obra después; ahora la obra viene primero, la obra crea a su público, y el artista sigue creando sin recibir dictados. El público (entendido como las personas interesadas en la obra) puede ser inexistente, pero eso no obliga al artista a que su siguiente obra se conforme a las modas: Bad Bunny puede decidir nunca hacer un corrido, incluso si mañana la sociedad empieza a aborrecer el trap y el reguetón.

Es cándido pensar que el artista puede crear de forma totalmente independiente del público. (Todo es influencia, nadie vive aislado). La diferencia es de grado: ahora el pintor puede priorizar su preocupación por la luz nocturna sobre la obsesión colectiva con Messi.

Los artistas, desde luego, pueden -si quieren- atender los mandatos de mecenas individuales y colectivos, llámense millonarios, gobiernos, museos, público, etcétera...pero es solo una opción, no la lógica imperante bajo la cual tiene que operar el arte.

Subyugar la obra al público tiene dos inconvenientes. La duración de la moda no está garantizada. Paul de Kock era una celebridad literaria en el París decimonónico y hoy su nombre es inencontrable en la memoria de los lectores. A lo mejor en cien años nadie reconoce el nombre Taylor Swift. Lo mismo, ya sabemos, ocurre a la inversa: Van Gogh muriéndose de hambre y hoy cada pintura suya cifrada en una fortuna.

Por otro lado, poner el gusto de un grupo como prioridad acorrala a la obra en la complacencia, y dar gusto es solo una de las tantas cosas que puede hacer el arte. De Courbet a Margolles y Rista, el arte puede obligarnos a confrontar lo que nos incomoda.

El público, por su parte, puede despreciar la obra tanto como quiera. Pero aquí repito una trivialidad: nadie pone en duda el derecho de un consumidor a ignorar la Fanta si el sabor no le gusta. Lo mismo con el arte: uno puede leer, escuchar y ver lo que le plazca...

El artista no se debe al público. Si hago una escultura, la pongo en el comedor de mi casa y las únicas personas que la ven son mis señores padres (que no están interesados en ella) y yo, la escultura sigue existiendo, y seguirá siendo una escultura a pesar de que no forme parte de ningún libro de historia.

Lo único que el artista le debe al público es su fama (mucha, poca o nula). Y del público dependerá su fama. Para mantener su fama, el artista puede hacer cosas similares a las que ha hecho en el pasado (con el riesgo de que sus fanáticos lo consideren repetitivo) o puede hacer cosas muy distintas (con el riesgo de que sus fanáticos consideren que ha perdido su esencia). O puede no prestarle atención a la fama, hacer cualquier otra cosa. Dejar de hacer canciones y dedicarse a la jardinería, por ejemplo. Seguro tendrá un efecto sobre su fama (como todo lo que haga) y el artista tendrá que lidiar con eso, pero los fanáticos no tenemos más derecho que el de interesarnos o no por la obra de un creador. Badbo tiene toda la razón en su último disco cuando dice "A mí no me exijas, Bad Bunny no es alcalde". El artista, en tanto artista, no le debe nada a nadie, ni siquiera a sí mismo.

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