La audacia de la modestia
Tengo tantas capas de notas sobre Un cuarto propio que mis recuerdos están todos desordenados; se me mezclan las impresiones que tuve en una época y las que tuve en otras, las que tuve traduciendo y las que tuve leyendo, las mías y las de otros, las que tuve cuando pensé que no había nada nuevo que decir sobre este libro y cuando sentí que era imperioso intentar decir algo nuevo. Se mezclan, también, las contradicciones de Virginia con las mías propias, las cosas que no entendí con las cosas que realmente no se le entienden. Todo esto para decir que quería empezar este capítulo hablando de cómo le envidié a Virginia Woolf la confianza en su primera persona, sobre todo el año en que sentí que me daba vergüenza ser yo y seguir escribiendo. Es una autoconfianza en la capacidad de descubrir y pensar el mundo con la que solo un narcisista delirante podía escribir para cuando nací yo, en 1989; cualquier persona medianamente cuerda, con cierto acceso a la educación y cierto acceso a internet, sabe hoy que ha llegado tarde a todo. Se ha escrito muchísimo (y muy bueno, si una busca bien) sobre cualquier tema que a una se le ocurra, y pretender decir algo sensato es enredarse en infinitas citas para descubrir que, quizás, no hacía falta que se tomara la pluma. Es difícil no envidiar, como persona que escribe, la intrepidez con que se podía afirmar cualquier cosa antes de la academización de todo; era la época de los exploradores de los territorios, pero también de los temas, cuando el solo hecho de haber ido a alguna parte o de haberse dedicado un par de meses a estudiar algo te volvía una fuente valiosa, porque no había nadie que le hubiera dedicado veinte años a ese tema ni maneras de leer desde tu casa sobre lo que pasaba en cualquier parte del mundo. La voz de Virginia tiene la limpieza de esa valentía: la elegancia de quien no tiene que atajarse nada ni necesita llenar todo de notas al pie porque no ha habido tantas otras antes que ella. Todo eso quería escribir yo, pero se ve que a pesar de que leí su libro ciento cincuenta veces no me alcanzó para recordar que Virginia empieza Un cuarto propio con un golpe de modestia.
Lo primero que dice Virginia es que le han pedido que hable de un tema demasiado grande: las mujeres y la ficción, dice literalmente, aunque sería más exacto traducirlo como las mujeres y la literatura. Woolf sabe perfectamente que podría ponerse a hablar de eso sin ninguna clase de reparo: un par de alusiones a las Brontë, una cita de Jane Austen, un saludo para George Elliot. Podría hacer eso, pero en el fondo le parece una idiotez, porque lo que sería imposible es llegar a una conclusión: nadie puede hacer una afirmación universal sobre las mujeres y la literatura, ni decir una verdad tan importante sobre eso, que quien lea pueda luego recordar y atesorar. Virginia no quiere salir del paso con verdades a medias: prefiere reubicar la pregunta para decir algo que sea a la vez cierto e importante. Y entonces decide hacer dos cosas: defender una propuesta, aunque no sea exactamente lo que le pidieron que respondiera, y explicarnos cómo llegó allí.
La idea que defiende a continuación es la tesis principal: para escribir literatura una mujer solamente necesita un cuarto propio y un ingreso que le permita subsistir con independencia. Es importante la tesis, sin lugar a dudas, pero lo que me interesa en este momento es lo otro: la explicación que da sobre cómo llegó a esta intuición, que aparece intermitentemente en todos los capítulos del libro.
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Virginia Woolf es una autora que cita y argumenta, pero esa no es la manera principal en que desarrolla su pensamiento: su forma central de pensar es contar las circunstancias en las que algo se le ocurrió y llevarnos de la mano por todo el camino que hizo, con su mente y con su cuerpo. Los lugares por los que pasó, las personas con las que se encontró, las escenas que vio en una universidad o en una calle. En las primeras páginas de Un cuarto propio habla de un paseo que da por una universidad de varones; más adelante la comparará con una universidad de mujeres. Nos narrará, entonces, esos contrastes: la opulencia con la que viven y estudian los varones en contraste con la austeridad en la que se ven obligadas a vivir las mujeres. Nos cuenta, también, la experiencia de que le cierren la puerta en la cara en la biblioteca de una universidad para hombres. No me gusta decir que esto (lo que la teoría literaria llama flujo de conciencia) es un recurso formal, porque no creo que sea solo una cuestión de formas ni una manera de expresarse, sino realmente una manera de pensar; y, de hecho, el primero que utiliza la expresión flujo de conciencia no es un autor de ficción ni un crítico literario, sino el filósofo pragmatista William James, y no lo utiliza para hablar de cosas que pasan en las novelas, sino para describir el funcionamiento de la mente, el modo en que en nuestra conciencia los elementos se encadenan de manera más caprichosa y caótica que lógica. En la literatura, se supone, los escritores utilizan el flujo de conciencia para mostrarnos la vida interior de sus personajes, y así acercarnos a ellos: para que podamos ver cómo piensan y cómo sienten, qué les pasa por dentro más allá de lo que les esté pasando por fuera; cuando los escritores despliegan este recurso suelen decirnos algo del mundo exterior (por dónde camina el personaje o dónde está recostado mientras su imaginación se pierde), pero tamizado a partir de las sensaciones del personaje cuya mente habitamos por ese momento. Hay muchos pasajes de flujo de conciencia en Un cuarto propio: partes en las cuales Virginia nos describe sin apuro la vida que vive, lo que bebe y lo que come, los paisajes que atraviesa, lo que percibe, cada frase que se le cruza por la cabeza ante todos los estímulos de sus sentidos. Lo describe con detalle, con colores y emoción: podemos oler los libros viejos que consulta en las bibliotecas, intuir el frío de la piedra de las paredes de esas universidades que visita o intenta visitar; podemos imaginar que habitamos sus ojos, que vemos lo que ella ve, que experimentamos lo que ella siente cuando nos cuenta que observa a una pareja por la ventana y que por la forma en que caminan juntos y se suben a un coche se puede aprender mucho sobre la relación con el sexo opuesto, sobre el modo en que las mujeres y los hombres son capaces (o no) de acompañarse mutuamente.
El uso del flujo de conciencia en Un cuarto propio, esta forma de pensar y escribir, hizo nacer a toda una escuela de ensayo personal feminista que leímos y leemos en mil formatos: es la escuela de ensayo personal de Vivian Gornick, es eso que ella hace en Apegos feroces cuando nos narra años de visitas y peleas con su madre para explicarnos que las mujeres aprendemos a conquistar un mundo de hombres despreciando el modo en que intentaron hacerlo las mujeres que vinieron antes. Es la escuela de ensayo personal que parodia Carrie, el personaje que hace Sarah Jessica Parker en Sex and the City cuando cuenta anécdotas sexuales en sus columnas para introducir una pregunta existencial que no puede evitar hacerse. No se trata de que ningún hombre lo haya intentado; autores como Proust o Joyce hicieron un uso célebre del flujo de conciencia en sus novelas, pero pasa algo específico cuando se cruzan esta forma de asociación libre y la perspectiva feminista. Pienso en este cruce y recuerdo una clase de Antropología Filosófica, una materia que cursé en la universidad, en la que, para la defensa de su monografía final, una compañera que se desplazaba en silla de ruedas nos llevó a todos los integrantes del curso a hacer con ella el trayecto que iba desde la puerta de la facultad hasta el lugar que ocupaba en el aula. No recuerdo con exactitud la tesis que defendía, sí que mencionaba a Merleau-Ponty y a Judith Butler, pero me quedó grabada la intención del recorrido, el modo en que quería mostrarnos cómo el hecho de portar un cuerpo como el suyo hacía que un lugar que nosotros habíamos conocido y transitado cientos de veces se convirtiera en un paisaje insospechado. Ir con ella era detectar obstáculos que jamás habías visto antes; baldosas rotas que una salteaba sin darse cuenta, escaleras que no parecían tener ninguna razón de ser, estampidas de estudiantes que no podían bajar la vista cincuenta centímetros para reparar en la persona que tenían enfrente. Esa experiencia en la facultad me recordó a esto que hace Virginia Woolf en el principio de Un cuarto propio cuando nos cuenta en tiempo real su experiencia en una universidad de varones, para que tomemos conciencia, solo con su descripción, de los múltiples obstáculos que aparecen en un paisaje aparentemente construido para la libertad y el conocimiento cuando ese paisaje se atraviesa con un cuerpo de mujer. Lo que sucede entonces, cuando el ensayo feminista se encuentra con este recurso del flujo de conciencia, cuando una pensadora feminista decide utilizar el relato de su propia experiencia vivida para construir un razonamiento, es que ese relato toma un carácter que excede lo personal. Es verdad que cuando lo hacen Proust o Joyce con los personajes de sus novelas también se produce un efecto de identificación, la sensación de que esos personajes tienen pensamientos y ocurrencias tan nimios como los de una misma, que piensan en la maldad de quien viene a darnos una buena noticia que no nos concierne o en el calor de la propia boca a la mañana antes de tomar un vaso de agua; el flujo de conciencia siempre tiene ese efecto de acercar los personajes a quienes leen, acercarlos a la tierra y a la realidad. Pero insisto en que con el ensayo personal feminista pasa algo notable, que va más allá de la identificación con un personaje. Primero, porque el ensayo es una cosa distinta de la ficción, y aunque es obvio que hay mucha ficción en Un cuarto propio, el pacto de lectura es otro; las escenas y las pequeñas historias que se narran cumplen el rol de los ejemplos en un argumento, no de las historias en una novela; la identificación que quieren producir viene a convencer y a concientizar, más que a emocionarte o a introducirte en un mundo por el solo placer de habitarlo un rato, como hace una ficción. Segundo, porque cuando el ensayo de alguna manera (idealmente sutil) pone sobre la mesa la idea de que lo que se está desarrollando es una perspectiva de grupo (en este caso, una perspectiva de mujer), lo que se narra toma un cariz que va más allá de la anécdota particular...
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