Baumgartner —escrita en tercera persona por un narrador que a veces se dirige directamente a sus lectores, y que se expresa en un presente sembrado de pasado y de sentido de futuro, como la vida de los seres humanos— es una vuelta de Paul Auster a sus temas de siempre. Sostenida por una estructura compleja, pero nada difícil de seguir, la historia va y viene en el tiempo mientras traza un círculo simbólico que la lleva directamente a un final abierto y esperanzador.

En toda la obra de Auster, hay una preocupación por el azar; el peso de los recuerdos, al mismo tiempo salvadores y terribles; el deseo; el amor; la pérdida y la relación con el cuerpo, con lo físico, con las cosas. Como en general sus personajes envejecen con él (los libros pasaron de ser sobre los hijos a llenarse de padres y de ancianos), aquello último, el choque con lo material y lo biológico, se vuelve cada vez más importante.

En Baumgartner, el protagonista es un profesor de filosofía de más de setenta años que llora la pérdida de su mujer, muerta una década antes en un accidente absurdo. El comienzo y, en parte, el final se parecen a una de esas comedias del cine mudo en las que el personaje recibe un golpe tras otro: en una seguidilla de accidentes, se quema con una olla caliente, se enreda varias veces con lo que hace, lo interrumpe el hombre que viene a leer el medidor y finalmente se cae por una escalera resbaladiza hacia el sótano. Es una escena de un humor feroz que parece concentrar el tiempo.

Lo mismo sucede en las últimas páginas, cuando el profesor va solo, al volante de un auto por un bosque casi desierto. Entre esas dos escenas, Baumgartner vive, recuerda y reflexiona (al fin y al cabo, la filosofía es reflexión) sobre la casi infinita capacidad que tienen los seres humanos para caer, levantarse y seguir creyendo en las oportunidades, aprovechándolas, a pesar de la forma en que los hechos casuales pueden cambiarlo todo para bien o para mal en un abrir y cerrar de ojos.

Como en muchos de sus libros —entre los más conocidos están Trilogía de Nueva York, Leviatán, La música del azar—, en Baumgartner, el tiempo se retuerce. La novela navega en zigzag sobre una doble línea temporal: la de la vida del profesor hacia un futuro que a veces parece cerrado y otras, lleno de promesas, y la de sus recuerdos, que vuelven a sus experiencias anteriores, las de sus padres y las de sus antepasados. Esas líneas no son rectas. Cada tanto, hay casualidades de todo tipo, tanto accidentes físicos y pérdidas como alegrías inesperadas (por ejemplo, la carta de una estudiante, hacia el final) que las doblan, las cambian, las replantean.

Todos esos incidentes dejan marcas en la psique y en el cuerpo. Y para reconstruirse, hacen falta los otros. En la primera escena, para volver a salir del sótano al que cayó, Baumgartner necesita la ayuda del desconocido que viene a leer el medidor. Así, en esa apertura de ritmo muy rápido y cinematográfico, Auster fija el sentido general del libro: 1) “La vida es peligrosa y en cualquier momento nos puede pasar cualquier cosa” y 2): “Nadie sobrevive sin la ayuda de los demás”.

Como en toda la narrativa del escritor estadounidense, lo que se cuenta aquí es una telaraña en la que los puntos de unión entre los hilos temporales son momentos en los que todo cambia profunda y definitivamente, en los que el relato “se desvía”.

En ese tejido, hay fragmentos luminosos e inolvidables. En uno de ellos, el profesor recuerda haber visto una nena negra con su madre en un tren de fines de la década de 1960, un tren sin divisiones por “raza”. La nena muestra una inmensa dignidad en su comportamiento en medio de ese vagón en el que ella y su madre son las únicas no blancas. En el otro recuerdo, Baumgartner ve cómo un niño recibe una bofetada de su padre en un subterráneo repleto. Las dos escenas ponen en el centro otro de los temas favoritos de Auster: la relación entre padres e hijos, que él exploró en sus primeros libros (sobre todo en el autobiográfico La invención de la soledad) desde el punto de vista de la juventud y ahora examina desde la madurez.

Como amante de la filosofía, el profesor quiere entender por qué recuerda tal o cual cosa y cómo pasa de un recuerdo a otro y por eso explora las vidas de su familia que se rozan con problemas de toda la humanidad, por ejemplo, la Europa sacudida por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y más atrás, el pueblo ucraniano en el que vivió su abuelo judío, al que él nunca conoció y cuyo apellido era “Auster” (el autor acostumbra introducir en sus tramas un elemento que lo une con los narradores y personajes).

Como en las novelas del siglo XIX (entre muchas otras, Oliver Twist, Madame Bovary), el título proclama que se cuenta una vida individual, pero es una marcada por historias que todos compartimos en Occidente. El pueblo que el profesor visita en Ucrania perdió a su población judía en el nazismo y después al resto, cuando huyeron frente al avance ruso. Y supuestamente, después de que quedó desierto, el lugar se llenó de lobos. Baumgartner escribe un libro académico con estas experiencias así que trata de corroborar lo que le contaron. Pero cuando no lo consigue, decide “creer en los lobos” porque “si una historia te cambia la vida, ¿importa si es verdad o no?” Un gran comentario sobre las artes narrativas.

La noticia de que Auster estaba enfermo de cáncer fue una noticia que conmovió a los lectores (Cancerland denominó Siri Husdvedt, la esposa del escritor, a la larga temporada que pasó en quimioterapia), A pesar de la crueldad de Baumgartner, este reencuentro de Auster con sus temas y obsesiones tiene en el fondo, él, un tono alegre: el de quien cree que la esperanza siempre es posible, que siempre podemos volver a empezar. Por eso, las últimas palabras del libro no lo cierran; al contrario, lo que hacen es abrir un nuevo comienzo, “el último capítulo de la vida de S. T. Baumgartner”.

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