En La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, India-Francia-Holanda-Luxemburgo-Suiza-EU-Italia, 2024), desgarrador segundo largometraje de la autora total india de 38 años Payal Kapadia (primer largo: Una noche de no saber nada 21), la devota treintona enfermera en jefe mumbaití Prabha (Kani Kusruti hipersensible) vive desde hace años en espera del marido indio por arreglo con quien se casó sin conocerlo y que ahora trabaja en Alemania desde donde le ha enviado una gran olla arrocera que hace estremecer la existencia cotidiana que afectuosamente comparte con su joven inexperta roomie asimismo enfermera Anu (Divya Prabha toda frescura) que se resiste a los matrimonios arreglados a distancia por su padre ya que está enamorada del dulce joven musulmán Shiaz (Hridu Haroon) con quien sufre buscando en vano un rincón para tener intimidad, mientras que en el hospital donde ambas mujeres laboran el apuesto doctor Manoj (Azees Nedumangad) le escribe sin éxito poemas amorosos a la aún hermosa Prabha y la sexagenaria cocinera Parvaty (Chhaya Kadam) se ve de pronto expulsada de su depto por carecer de papeles en regla que acrediten la propiedad de su domicilio donde un poderoso consorcio planea construir un rascacielos, y por mera solidaridad las dos enfermeras acompañan a la cocinera en su viaje de retorno y readaptación a su terruño en una magnífica costa india, pero hasta allí el enamorado Shiaz seguirá en secreto a la virginal Anu para acabar copulando con ella en una cueva, y la melancólica conflictuada Prabha logrará reanimar salvadoramente a un pescador ahogado en el mar (Anand Sami), a quien va deliberada y simbólicamente confundir con su marido ausente para romper con él de manera catártica, resolviendo también ella su femimaginario deseante.
El femimaginario deseante arranca a lo Varda o Akerman en forma de un vehemente cine-ensayo acerca de la ciudad congestionada de Mumbai y la imparable inmigración interna india, para lo cual le basta con ráfagas líricas antipoéticas de travellings laterales sobre calles repletas de basura y omninvasivos puestos callejeros mientras se escuchan en off voces confesionales de migrantes que proceden de otras geografías y etnias nacionales (“Tengo 23 años aquí y aún no lo siento mi hogar”), y la presencia hirviente de esa inabarcable megalópolis será constante a lo largo del relato, en cada trecho, contextual y significativa, como algo más que un motivo recurrente wagneriano, sino como corriente pasmosa y constreñida, un expresivo elemento próvido (a semejanza de las cartas leídas con referentes alusivos en la activista obra maestra epistolar Una noche de no saber nada), a través de renovadas ráfagas laterales descriptivo-dramáticas quasi abstractas, mostrando aglomeraciones y embotellamientos y visiones desde los enormes trayectos en tren o autobús hacia la periferia sobrepoblada, e incluso paralizándose ante el festivo desfile alegórico de un dios elefante (¿a modo de alebrije equivalente o sucedáneo?), conformando una especie de semidocumental en paralelo, enloquecido y alucinante.
El femimaginario deseante crea imágenes feraces gracias a la amplia gama asiática de la fotografía de Ranabir Das que en ocasiones remite a un propositivo espíritu amateur de todoindagador documentalista urbano y en otras al aliento cósmico del mejor Weerasethakul de Felizmente tuya (03) que aliada a una música percutiva primitiva de Dhritiman Das, logran elevar al relato hacia una reflexión sobre el tiempo, el tiempo perdido o desperdiciado de la sublevante condición de una mujer nocturnalmente abrazada a una olla, otra fémina vuelta merodeadora de su propia sexualidad erizada y una tercera dama indignamente despojada de sus bienes, tal como las concebiría una fábula brechtiana.
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El femimaginario deseante se solaza abarcando la problemática de las tres edades de la mujer india sujeta a las particulares vicisitudes características e inapelables de su entorno, la mujer adulta que se libera de su condición de esposa en dura espera fiel sin ayuda real (la ofrecida por el doctor poeta) sino gracias a un desdoblamiento-suplantación simbólica que funde y confunde al ahogado con el marido ausente (al estilo del precedente documental onírico de Kapadia), la mujer madura que regresa a la tierra natal a solucionar su situación desventajosa, con ayuda solidaria de sus congéneres, y la joven mujer que desafía las normas religiosas y raciales enamorándose de un musulmán y sosteniendo un tórrido romance físico no tan clandestino con él.
El femimaginario deseante transforma en especial la represión erótica (ya hasta la severa censura sexual india) en terreno interdicto o minado y en pudor absoluto, ese sublime absoluto púdico que paradójica y sublimadamente se alcanza por cruces de miradas y simples toques o roces corporales y sencillos acercamientos a manos enlazadas, pero también mediante el reflejo de un bello semidesnudo femenino en el espejo oval o besos de entrega en la cancha de futbol bajo la lluvia o en la fabulesca secuencia de la cueva con altorrelieves humanos-reflejo, pues Kapadia adora a sus personajazas (al igual que a la cinestudiante sacudida por las protestas políticas de su primer film) tanto como ellas entre sí, más allá del prejuicio introyectado (Prabha calificando de puta a Anu por coquetearle al doctor Manoj durante el ultrasonido a su gatita y luego pidiéndole perdón) tanto como por encima de la presión familiar-comunal (el hilarante desfile de casaderos galanes propuestos por el padre de Anu en una app), trazando y obteniendo 3 retratos de la pasión femenina desbordada en el instante perfecto e ideal.
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Y el femimaginario deseante culmina en la armonía total de las cuatro criaturas circundadas por las luces muy concretas y esplendentes de un desierto restaurante playero cuya iluminación persiste en un jump-cut espacial distante, ya que sus vidas al fin han logrado convertirse en copias impresas de sus pensamientos.