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Un abogado y economista que en 1974 se arrojó a la poesía “irónica e intelectual” para luego moverse al intimismo. Darío Jaramillo Agudelo celebra cincuenta y un años de la publicación de su primer libro con Antología 1974-2023 (FCE, 2025). Conversamos con él sobre esta retrospectiva a su obra, el difícil y complejo ejercicio de hacer una antología personal (porque “Los poemas de amor envejecen por el uso, como la ropa”, dice), su mirada sobre la producción en lengua española hoy y su honda relación con los autores mexicanos.
Cuéntenos sobre la experiencia de ver su obra en retrospectiva.
Es todo un asunto porque uno no es una sola persona. Uno es un montón de gente que ha desfilado a través de los años dentro de un pellejo; algunos de esos ya son extraños o desconocidos para uno; otros son más cercanos. No es que yo escribí estos versos hace treinta, cuarenta o veinte años, sino que alguien que estaba dentro de mí me los dictó, y está bien que haya sido así, pero no hay un sentido de continuidad. Creo que ese es el punto central: tal vez por tener mala memoria, por haber hecho tantas cosas o por no haber hecho nada, no tengo la conciencia de haber construido una cosa coherente ni continua o que me revelé a mí mismo. Siempre fueron las dudas del que estaba ahí que se trataban de resolver o de insinuar en un poema, y que no son las mismas que tuve al otro día. Tampoco resolví las preguntas que me hacía, porque si lo hubiera hecho, pues ya mejor me callaba —el hecho de que haya seguido tratando de escribir versos indica que no—. Pero eso es lo primero, no hay un sentido de continuidad y eso trae consecuencias.
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¿Lo segundo es la propuesta que le hicieron de publicar su poesía reunida?
Resulta que Gabriela Roca quería hacer de nuevo la poesía reunida y mi editor Manuel Borrás me dijo: Darío, más bien siéntese a hacer una antología. Entonces ahí vivo la experiencia, trato de ajustar la cantidad de poemas que es necesaria para completar un libro, escojo estos tres que sirven, después estos cinco, hasta que alcanzo la suficiente cantidad de poemas, pero no con una conciencia de continuidad, ciertamente, sino más bien de curiosidad. Y cuando hago la selección, aparte de esas metafísicas de las que estoy hablando, está la cosa concreta: ¿este será un buen poema o no? Es muy difícil juzgarse a uno mismo, en todo sentido, no solamente como escritor de versos, sino que todos vivimos la experiencia diaria de ¿seré justo o injusto?, ¿seré indulgente o demasiado duro conmigo mismo?
Uno de los temas ineludibles en su obra es el amor. ¿Cómo es escribir más allá de la metáfora común, sobre todo con la oralidad, tan característica de su poesía?
La primera cosa que pasa cuando uno escribe poemas de amor es que está enamorado; uno no puede imponerse la vaina, y entonces ahí entra la primera contradicción. No hay nada más preverbal que el amor; uno nunca alcanza a decirlo. Tal vez por eso es que se dicen los poemas de amor, porque la gente no puede decir las cosas. Siempre están esas ganas de decir “Te amo” cuando uno está enamorado y también esa imposibilidad de decirlo con la plenitud que uno quisiera que corresponda al sentimiento. Por otra parte, ya como lector —no como escribidor de poemas— tengo la suficiente lucidez para darme cuenta de que los poemas de amor envejecen de puro usarse, como la ropa. Se va destiñendo el poema, así como también hay unos que perduran. Yo pertenezco a una generación que creció diciendo el amor en poesía, tal vez predominantemente con Neruda y con Salinas, y esos poemas todavía me conmueven, pero se desgastan. Si esos poemas tan buenos se van destiñendo, ¿cómo serán los de uno? Ojalá los míos les sean útiles a alguien que está tan enamorado, y que con ellos pueda hablarlo o decirlo.
Pero además del amor están el despecho, la ruptura, el adiós.
Creo que es Vinícius de Moraes quien dice que el amor eterno dura cuatro meses. so siempre pasa, con algún ingrediente adicional que puede ser tristeza, rabiecita, desconcierto o puede ser orgullo; todas las bajas pasiones que uno pueda tener, pero ya en negativo, porque en positivo se manifestaron cuando uno estaba enamorado, en negativo es: Carajo, ¿por qué se acabó esto? ¡Cómo iba de bien!
Un asunto con el que usted caracteriza su poesía es el borbotón, el impulso de la primera escritura de un poema, que viene seguido por la necesidad de repensarlo.
Jaime Jaramillo dice que el buen poema se come frío. Eso es verdad. Estoy enamorado, tengo el impulso, pasamos rico, después llego a la casa desbordado y suelto un montón de cosas, y eso se vuelve un amasijo que hay que dejar enfriar meses, años, ni siquiera diría días. César Aira habla de las tres fechas: la fecha en la que uno escribe, en la que uno corrige y en la que uno publica, y mientras más distantes estén una de otra, las cosas quedan mejor. Necesito estar ya desenamorado, tranquilo y en frío para poder coger estas barrabasadas que redacté a ver si con eso construyo un poema más o menos decente. Eso es en frío, puro laboratorio y carpintería.
Luego, la otra decisión, todavía más contradictoria —en mi caso— es la de publicar. Hace enecientos años, a seis cuadras de aquí, cuando era estudiante en la universidad, me veía escribiendo versos para mí, pero jamás publicándolos. Yo no sé por qué terminé publicando mis versos. Cuento con la suerte de que tengo editores magníficos que usan parte de mi pena para eso y se gastan mi timidez, dejándome a mí tranquilo, pero si fuera a retroceder y a cambiar algo en mi vida, una de las cosas que haría es volver a la poesía secreta. No querría ser un poeta reconocido.
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Cuéntenos sobre la música como otro asunto clave y siempre presente en su obra.
Es muy paradójica la relación porque no entiendo la música, no sé nada de música, no sé notación musical. Yo recibo el producto terminado, me asombro y lo gozo, pero no soy capaz de discernir todo lo que hay adentro. Toda la vida he estado rodeado de música, a pesar de que en general estoy en silencio, porque si pongo música, termino robado por ella o pendiente de cómo está sonando eso. Le digo eso en cuanto a mi relación personal.
Sobre este tema usted publicó un libro maravilloso, Poesía en la canción popular latinoamericana.
En ese libro fui tratando de mostrar cómo el límite de la poesía no es solamente el de la escrita, sino que en la música popular, la música sin autor, inclusive la folclórica, hay una poesía muy valiosa. No tiene por qué haber maniqueísmo en despreciar a los poetas de esa música, que inclusive también están conectados con la tradición. Lo que hay en ese libro es puentes entre la poesía del Siglo de Oro y el bolero, el tango y la ranchera, la música que se oía en mi niñez en un pueblo y luego en Medellín. A mí me ha interesado mucho ese fenómeno de tratar de ampliar fronteras. La poesía no es solo la que escriben los poetas que están en los libros, sino que también está en las rancheras de José Alfredo Jiménez que, a lo mejor, es mejor que las de muchos de los que figuran como poetas. Busqué ampliar eso, pero siempre tratando de examinar los límites que se ponen formalmente a las cosas. También está el caso de una antología que hice de crónica periodística. Hoy parece lógico, pero en el momento en que yo hice esa antología, hace como quince años, nadie se atrevía a decir que el periodista Germán Castro Caycedo era un escritor tan importante como todos los que figuraban como novelistas de ficción —inclusive mejor que muchos de los que acaparaban el prestigio—.
¿Cómo ve la poesía que se está haciendo hoy?
Hay demasiados poetas. Casi por ley física, la producción poética es una especie de pirámide en que la base más amplia es gente menor de treinta años; hay muy poquita gente de setenta que escriba versos. Es decir, los que fueron poetas cuando yo era joven, ya no escriben, no publican nada o están dedicados a la gerencia, a la fortuna, a criar nietos o a lo que sea. La parte más activa siempre está en las universidades; el lector típico de poesía es un alumno de universidad.
¿Cree que hay una verdadera renovación de la poesía?
Por supuesto. La renovación proviene de ahí. Hay montones y yo soy incapaz de abarcarlos. Hace dos meses me llamaron de la revista de poesía de la UNAM a pedirme una antología de poesía colombiana joven. Le digo a Hernán Bravo, el director, que yo podría hacer una muestra de algunos nombres, pero no puedo afirmar que es una antología porque no conozco el universo completo para sacar la selección, y menos ahora con la efervescencia de las mujeres publicando, que es impresionante. A la hora de hacer el balance, de ver cuáles son los poetas jóvenes menores de cuarenta (fue el límite que me puse), encontré catorce nombres impecables de gente que escribe muy bien. Para empezar, María Gómez Lara, que me parece una poeta que ya trasciende su edad, reconocidísima con justa razón. Hay otras dos o tres mujeres también de un nivel muy alto y un montón de chicos, buenísimos todos. Además de renovación hay variedad; no es como en cierta época, cuando todos escribían más o menos en el mismo tono, en las mismas categorías estéticas. Ahora hay de todo, desde el que escribe en tono surrealista, poemas en prosa, pasando por el poeta de la cotidianidad hasta la confesión personal, todas cosas muy buenas. Creo que estamos en un buen momento.
¿Cómo lee hoy la poesía latinoamericana?
Yo creo que el universo de una poesía es el idioma. La poesía húngara es la que se escribe en húngaro, estén en Hungría o en Rusia los que la escriben. La poesía en castellano está en todas partes, inclusive en países que miramos de reojo. Hoy, por ejemplo, uno de los nombres más destacados de la literatura y de la poesía en América Latina es el dominicano Frank Báez, y nadie habla de ese origen tan extraño a las categorías habituales que son español, mexicano, argentino. Resulta que en República Dominicana está ese poetazo extraordinario. En las reconocidas metrópolis —que son epicentros editoriales, básicamente—, que son España, México y Argentina, también hay gente muy buena, por supuesto.
Y muchos amigos en México, como José Emilio Pacheco, que le dedicó siglo pasado, por ejemplo.
Mi relación particular con México comienza ahí. Tengo una gran amistad con Vicente Quirarte, a quien admiro y quiero mucho. Conocí a la generación de maestros intermedios; allá había un papá que era Paz; yo nunca me metí con él, pero sí con José Emilio —del que me dolió mucho su muerte—, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, con esa generación que hoy está entre los ochenta y largos (los que están vivos, claro). Y con ellos conocí además muchos poetas. Yo podría hablar de dos mexicanos excepcionales, como para recetarlos, además de Vicente Quirarte: Francisco Hernández, que es inmenso, y Coral Bracho, súper poeta, de los grandes nombres en América Latina. México, por lo grande, siempre es muy abrumador y hay nombres extraordinarios, pero uno va a España y también hay excelentes poetas; igual en Argentina, Chile, Uruguay. Hay unos y unas poetas magníficas hoy.