La semana pasada, el titular del Ejecutivo federal envió al Senado de la República la solicitud para enjuiciar a los expresidentes que gobernaron a México entre 1988 y 2018. Esta consulta busca fortalecer la democracia participativa, para empoderar a la sociedad mexicana que durante esos treinta años no contó con los mecanismos necesarios para hacer valer sus derechos, exigir que el gobierno cumpliera con sus obligaciones o garantizar un castigo cuando se cometieron abusos del poder que la misma sociedad confiere.
La posibilidad de llevar a juicio a los exmandatarios ha generado un amplio debate público, lo que en sí mismo es ya un resultado favorable. En otros tiempos estos temas ni siquiera estaban sobre la mesa; era impensable. Hoy la vida pública es cada vez más pública, y resulta esperanzador que ya no existan tabúes políticos ni censura para hablar de los asuntos trascendentales para lograr la transformación del país.
La principal crítica contra la consulta ha sido que ésta no es indispensable para emprender acción penal contra los expresidentes que hayan cometido actos presuntamente constitutivos de delitos, ¿entonces por qué no se había siquiera hablado sobre eso hasta hoy? No asiste la razón a quienes piensan que la opinión pública es irrelevante en torno a este tema; son cuestiones independientes, pero complementarias, pues los resultados de la consulta popular son vinculantes, y darán lugar a responsabilidades de las autoridades competentes.
A nivel internacional, el juicio político contra presidentes en funciones y expresidentes es una realidad. En países como Estados Unidos, El Salvador, Brasil y Colombia hay antecedentes de procesos similares, pero en México nuestra mayor referencia es el juicio por genocidio del que Luis Echeverría fue exonerado en 2009, dejando una herida abierta en la memoria política nacional. Es de conocimiento general que en 1964 Echeverría Álvarez fue nombrado secretario de Gobernación por el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz. En esa época ocurrió la trágica matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, que representa la cúspide del autoritarismo que reprimió a la oposición y aplastó toda esperanza de cambio en el país durante décadas.
Pero como una burla más de quienes se creían dueños del país, en vez de existir alguna repercusión legal, Echeverría fue designado para la sucesión presidencial con el tristemente tradicional dedazo y, siguiendo la inercia de la historia cuando no existían límites al poder, en 1971 se perpetró otra matanza contra estudiantes, el llamado halconazo, que una vez más se vio cubierto por un manto de impunidad, aderezado con la renuncia del entonces jefe del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez.
La extinta Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado de la Procuraduría General de la República le imputó cargos a Echeverría por los hechos de 1971, pero, a falta de pruebas, éste pudo evadir también su responsabilidad penal e histórica. Por su parte, el Quinto Tribunal Colegiado lo amparó contra el ejercicio de la acción penal dictada en su contra por su probable responsabilidad en el delito de genocidio, pues en las cien mil fojas del expediente no existió ninguna prueba de su culpabilidad.
Por ello, los argumentos de quienes tachan de irrelevante a una consulta popular carecen de sustento, pues hoy la ciudadanía es la mejor vigilante de la actividad institucional. La propuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador es una muestra clara y concreta de la voluntad política que existe para reconstruir la democracia en el país, ya que durante décadas la intervención de la sociedad en los asuntos públicos era extremadamente limitada y raramente respetada. El fortalecimiento de la participación ciudadana a través de las consultas populares es un paso fundamental para devolverle al pueblo de México la capacidad de decidir el rumbo de su futuro.
Así, una consulta popular sobre este tema ayudará a legitimar la toma de decisiones, y a alejarnos del vetusto revanchismo político o del ofrecimiento de chivos expiatorios con que el viejo régimen pretendía limpiar su imagen cada sexenio. Es imperiosa la necesidad de acabar con el pacto de impunidad que dañó la confianza de la ciudadanía en nuestras instituciones, y volvió intocables a unos cuantos potentados, poniéndolos fuera del alcance de las leyes, e impulsando la perversa idea de que los crímenes más atroces no merecían castigo.
Uno de los ejes del Gobierno de la Cuarta Transformación es llevar a la práctica de la vida pública la máxima que establece: «Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie». Sólo así podremos continuar reparando el tejido social, y avanzar hacia la reconciliación entre la ciudadanía y las instituciones. Ha llegado el tiempo en el que finalmente las y los mexicanos puedan exigir lo que legítimamente les corresponde: que el gobierno obedezca y que el pueblo mande.
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