Homo sapiens tiende a creerse sus propios relatos. Cada pueblo se cuenta una historia para afirmarse, proyectarse y justificarse. Los relatos son múltiples y plagados de ingenio. Los chinos no tienen fecha de fundación, se asumen eternos; los españoles recrean sus afanes numantinos para regodearse en su perseverancia y valor; los brasileños confían en su legado imperial y los franceses creen que el refinamiento es de inspiración gala. Nuestros vecinos se creen excepcionales. Se asumen como un país bendecido. Los italianos retozan en su glorioso pasado para justificar su mediocridad presente.

México se ha dado un relato que intenta rescatar gloria de un pasado en la que abunda, pero su línea dominante es el victimismo. ¡Nadie ha sufrido más que nosotros! La conquista es, entre todos los acontecimientos planetarios, el más terrible, el más atroz, el más ignominioso. El victimismo mexicano es proverbial y parroquiano. Nos hemos contado la historia, simplona, de un pueblo ejemplar que perdió su paraíso. Es tan fuerte el mito que preferimos pasar por alto la historia previa. Tenochtitlán no existe como poder político, sino como edén destruido. En aquellos mundos idílicos no existía ambición, explotación o voluntad hegemónica. Todo era armonía hasta que llegó Cortés y nos trajo sus virus, relato tan elaborado como el que esgrime hoy Trump y su virus chino.

A partir de entonces se escribe la historia de un pueblo más apenado que ninguno. “Pena con pena y pena desayuna, pena es su paz y pena su batalla”. Pobre de México, siempre presa de conjuras, de tramas horrendas y de un ánimo adverso de potencias que sobajan nuestra grandeza. No importa que los irlandeses, sicilianos, extremeños, palestinos, judíos o croatas hayan sido humillados y esclavizados también. El dolor más profundo es el nuestro. Nadie puede reír como lloramos nosotros. Nuestra desventura es tal que debe mover a reyes y cardenales a pedirnos perdón. Tiene algo de trasnochado y mucho de impostura ese victimismo infecundo y justificador de nuestra impericia. Tras dos siglos de historia independiente no hemos logrado apaciguar nuestros demonios. Mucho más cómodo (y acorde con la sensibilidad nacional melodramática y telenovelera) es buscar malvados foráneos. Ya lo decía con sorna alguna voz popular: rara vez nos cae un premio Nobel, pero en culebrones y caudillos, América Latina destaca. Un pueblo que se acomoda bien con el papel de víctima y siglos de hegemonía justificadora de nuestra desgracia que siempre viene de fuera: hasta la obesidad.

No es cuestión de negar nada. De no reconocer la gravedad y la condición de pueblos a los que se ha agraviado y minimizado. Pero ¿no es tiempo de dejar de jugar a la víctima y preguntarse si lo que esos pueblos quieren es un tren maya? ¿No nos haríamos un favor dotándolos de historia y sacándolos del mito? ¿No se merecen los mixtecos una historia completa de su nación y un gran instituto de estudios precolombinos que tenga como propósito escribir su historia y dejarlos de considerar como los asirios en la Biblia, es decir una mención funcional en el relato del victimismo contemporáneo? ¿Qué va a ser 2021? Una reedición del “pobres de nosotros”, qué mal nos ha tratado la historia, pero en el fondo, qué grandes somos, como pomada para el alma nacional siempre encogida por la incapacidad de hacer prosperar a nuestro pueblo. Puestos a pedir perdón, podríamos empezar a preguntarnos ¿qué hicimos con la población afrodescendiente que llegó a ser 10% del total? Ya podremos ir a Israel a disculparnos por el antisemitismo mexicano o a China por el trato vejatorio a esa comunidad. Una disculpa pública con los mexicoamericanos a quienes les negamos, durante años, la nacionalidad. Una disculpa a las Filipinas porque Urdaneta descubrió el tornaviaje desde México y los incorporamos a la atroz y destructiva mundialización. Como todos los pueblos añosos estamos cargados de agravios y de pecados.

Analista político. @leonardocurzio

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