A los cinco años de edad, me puse a saltar en la cuna de mi hermano chico, como si fuera un tumbling. Al quinto brinco, volé por los aires y caí —cual costal— en la alfombra. Mi hermana corrió a la regadera a avisarle a mi mamá que algo me había pasado. La pobre llegó empapada en su bata y pegó el grito de su vida en cuanto vio mi brazo derecho todo retorcido. “Te suplico que no vuelvas a saltar de la cuna, de las camas o de cualquier sillón, por favor, ¿sí?”, me repitió varias veces al regresar del hospital, hasta que la vi a los ojos con mi yeso y se lo prometí.

Tres años más tarde, no cupe de la emoción y me puse a brincar eufórico en la cama de ella y de mi papá. Ernesto Canto entraba antes que nadie al Memorial Coliseum de Los Ángeles, seguido muy de cerca por otro mexicano, Raúl Gonzalez. Mientras caía la tarde en la Ciudad de México, yo me puse a ver de principio a fin en su recámara los 20 kilómetros de marcha de los Juegos Olímpicos de 1984 . Sobre aquel colchón, me enamoré para siempre de ese hermoso deporte en el que apenas a mis ocho años me enteré que los mexicanos éramos realmente buenos.

El techo retumbó con el impacto de mi cabeza. Pero no me importó y nada más me la sobé. Aunque ambos portaban la camiseta roja de México, yo no quería que el de bigote alcanzara al de gorra blanca. Por el esfuerzo de su cara, merecía el primer lugar. Los jueces también me tenían muy nervioso, me apretaba los labios para que no lo amonestaran. Creo que ahí empezaron a sudarme las manos cada que me pongo muy nervioso.

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Celebré su victoria como si fuera mía y, a partir de aquel día, no sólo veo todas las pruebas de caminata, sino que recurrentemente sueño que soy un andarín que gana el oro en los Juegos Olímpicos. La emoción, al cruzar la meta en mis sueños, estoy seguro que no debe ser muy distinta a la que experimenta un atleta en la vida real. Y es curioso, pero aun hoy, luego de tantos años dedicado a correr, cada que vuelve el sueño de que participo en los Juegos Olímpicos, es como marchista.

Ernesto Canto

tocó innumerablemente la gloria al final de los 20 kilómetros. Espero que, al llegar a la meta de su última prueba, haya sido tan ovacionado como aquel 3 de agosto de 1984, cuando también estaba por meterse el sol. Ojalá que los aplausos allá, sean tan conmovedores como aquí.

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