A mediados del siglo pasado en el marco de la guerra de Corea el general Bradley señalaba que de seguir el consejo del General MacArthur de intensificar la guerra con China, habría llevado a Estados Unidos a participar en una guerra en el lugar equivocado, el momento equivocado y con el enemigo equivocado.
A un año del inicio de la guerra de Rusia con Ucrania, a la luz de los resultados, muy probablemente el presidente Putin esté recordando estas palabras.
Un Putin precedido por una imagen neozarista de mano dura, bajo la idea de un declinamiento occidental, creyó oportuno recuperar el proyecto de un euroasianismo ruso en la justificación de un neonazismo ucraniano; al propio tiempo de un avance en la amenaza a su seguridad regional, hoy todavía a debate, de su frontera con Europa del Este.
Sin embargo, a pesar de la dimensión de potencia nuclear de Rusia, su decisión de ir a un escenario de guerra no la tomó solo. De manera previa la concilió con el apoyo de un socio regional, China, con el cual a partir de 1991 comenzó un proyecto de asociación de cara a un adversario común que es Estados Unidos. A través de dicha asociación en 1996 integran la Organización de Cooperación de Shanghai, en 2009 los BRICS y en 2013 en una sinergia económica, política y militar participan en el Nuevo Camino de la Seda.
Sin el apoyo geopolítico de China es poco probable que Rusia hubiera intentado en solitario el inicio de una aventura bélica que ahora presenta enormes costos para Rusia y para Ucrania; pero también para China, Occidente y la sociedad global en su conjunto.
La reunión del 4 de febrero de 2022 celebrada en Beijing entre los presidentes Putin y Xi Jinping, 20 días antes de la invasión rusa a Ucrania, donde se habló de la tendencia en la redistribución del poder en el mundo, mostró la cara de un nuevo bloque euroasiático en la búsqueda de una reivindicación geopolítica del pasado.
Las siempre polémicas posturas de si el orden mundial transita de un orden del Atlántico al Pacífico, parece que hoy pasaron del escritorio de los académicos y políticos al escenario de una contienda euroasiática que muchos no previeron ni siquiera imaginaron.
A un año de distancia, pasada la conmoción del momento, pareciera que los diversos actores relevantes van asumiendo poco a poco su verdadera identidad en los términos de su peso real de poder.
Una de las primeras conclusiones que se desprenden en esta etapa nebulosa de transición geopolítica es que la guerra no hubiera estallado si el liderazgo hegemónico de Estados Unidos hubiera funcionado como antes de 2022. De igual modo que si China hubiera negado su aparente apoyo geopolítico a Rusia. Europa, a partir de la contienda, despierta poco a poco de un letargo brettoniano.
El balance geopolítico sigue a debate en el marco de una escalada que por momentos nos presenta un escenario desafiante de costos humanos y económicos desbordantes.
No obstante, el detonador geopolítico (China, Rusia) de esta primera reivindicación euroasiática que apunta a la reconstrucción de un nuevo orden global del siglo XXI, también tendrá que convertirse en la iniciativa de un acuerdo de paz creíble que evidencie que el recurso de la guerra, en una sociedad global interconectada y nuclear, no ha sido una buena idea para nadie; que ha sido una guerra equivocada.
La propuesta de paz de China del pasado 23 de febrero, con todas sus limitaciones, podría ser un buen inicio para el diálogo de las partes y el cese de las hostilidades.
Ante el Gran Juego del siglo XXI, escenificado principalmente por China y Estados Unidos, pero también por Europa y Rusia, sería conveniente que los contendientes acepten que les va mejor una confrontación económica y tecnológica en la administración de sus mutuas pretensiones.
Presidente del Instituto para el Desarrollo Industrial y la Transformación Digital, A.C. (INADI)