En todos los ámbitos los errores deberían funcionar como escuela. No es así. Los políticos ineficaces y corruptos son el mejor ejemplo; prometen y prometen y no sólo nada, todo peor. El viejo refrán (verdadero) lo explica bien: “El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Son diversas las profesiones cuyos faltas significan muertes, heridos o pérdidas económicas sustanciales. Edificios mal construidos, políticos ladrones que roban el dinero destinado a bienes sociales, carreteras mal planeadas, aviones con fallas mecánicas, hogares pobres en áreas propicias a deslaves. Ese tipo de pifias no son, afortunadamente, muy frecuentes. En cambio, en medicina, las equivocaciones son comunes. Cobran vidas, generan discapacidad, prolongan estancias hospitalarias. La inexperiencia es la fuente fundamental de los yerros. Evitarlos debe ser factible.

Una idea sería instalar, desde el primer año, la asignatura Errar en medicina, la cual podría repetirse ad libitum. Ya que la medicina exige siempre estar al día, lo que significa nuevos medicamentos, aparatos novedosos y procedimientos cada vez más sofisticados, la posibilidad de errar o proceder inadecuadamente se vincula con la explosión y/o el mal uso del conocimiento. La inexperiencia, con frecuencia, es fuente de errores.

Repasar pifias y entenderlas es gran escuela. Aunque existen artículos médicos sobre negligencia, mala práctica y errores, e incluso sesiones hospitalarias, estudiar en vivo las pifias, con el paciente hospitalizado o en la consulta, sería idóneo y parte de la materia Errar en medicina. A los galenos les es difícil discutir públicamente los errores de otros colegas, sea por solidaridad (mal entendida), por incapacidad para reconocer el yerro o, tristemente, porque no existe la disciplina de hacerlo.

Errar nunca será una ciencia pero sí debe ser escuela. Aprender de los errores propios exige honestidad. Aprender de los errores ajenos y propios conforma una suerte de enseñanza sobre todo si quien cometió la equivocación facilita el diálogo y la retroalimentación. En cualquier profesión ejercer una actitud crítica frente a uno y hacia los colegas es necesario. Lamentablemente, cuando de equivocaciones se trata, los diálogos entre galenos no fluyen como debería ser. Proteger al compañero prima sobre cuestiones éticas. Al no denunciar errores los doctores mal protegen a su colega y piensan que en el futuro lo mismo sucederá si son ellos quienes se equivocan. Al hablar de yerros, la ética hacia el paciente debería prevalecer sobre las relaciones con los pares. Crudo escribirlo: los “compadrazgos” y las deudas entre doctores —“me mandas pacientes”, “te mando enfermos”— es una regla “de oro”.

Los currículos médicos casi no contienen la materia ética. Permitir y fomentar la crítica de los pacientes podría formar parte de dicha asignatura. La finalidad no sería, como sucede en Estados Unidos, perseguir médicos y exponerlos ante abogados. La meta sería escuchar: escuchar y dialogar construye.

Dosis necesarias de autocrítica deberían infundirse desde el inicio de los estudios. Con el tiempo, y debido al imparable crecimiento de la tecnología, la ética debería figurar en todos los planes de enseñanza, desde el inicio hasta el posgrado. Karl Popper, filósofo británico de inmenso prestigio, aseveraba que el conocimiento avanza y progresa más, o de otra forma, por el reconocimiento de errores.

Errar y reconocer permite aprender. Así como alguna vez escribí acerca de una hipotética “Escuela del dolor”, sería prudente, desde la primaria, imaginar una “Escuela del error”. Nuestra especie es contumaz. No existen genes contumaces, no, pero tampoco fuerzas suficientes para generar, desde la infancia, caminos para discutir acerca de los beneficios, cuando se aceptan, de los errores.

Médico y escritor

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