El 23 de febrero de 1946 se publicó la Ley del Notariado para el Distrito Federal y Territorios, la cual se discutió en el Congreso de la Unión en unos cuantos días. Entre otras cosas, estableció un novedoso requisito para acceder a esa profesión: ya no bastaba ser abogado, mayor de 25 años, tener buena conducta y reputación, haber trabajado bajo la dirección de un notario por un plazo razonable y haber demostrado conocer el quehacer notarial ante un jurado para obtener la patente de aspirante, y esperar tranquilamente una vacante.

Ahora, se adicionaba a estas estipulaciones el que, cuando hubiera una plaza, se celebrara un concurso de oposición entre todos los aspirantes; aquel que obtuviera la mayor calificación, la cubriría.

Al debatir la nueva ley, se dejó claro que su objetivo era mejorar el oficio dando paso a profesionales más calificados, así como limitar el acceso al gremio a aquellos “aspirantes a notarios [que hubieren demostrado] previamente su capacidad [y que sólo llegaran] a tener ese carácter [una vez que poseyeran] un conocimiento completo de los problemas del ejercicio”, suprimiéndose así a los adscritos con la intención de “evitar los penosos aunque reducidos casos de ventas de notarías efectuados por los titulares de las mismas”. En otras palabras, y tal como lo insinúa un destacado jurista de la época en sus memorias inéditas, lo que se buscaba en realidad era “deshacerse de los indeseables”.

Además de recibir con sorpresa la nueva regulación, los más de sesenta aspirantes que a esa fecha no habían obtenido un puesto definitivo, enfrentaron su entrada en vigor con distintas reacciones, las cuales dependían de la situación en la que se hallaran. En las disposiciones transitorias se les procuró un trato privilegiado a aquellos que ya tenían el carácter de adscritos, es decir, a los que un notario de número ya había elegido como tal y que el orden que se establecía vilipendiaba. En consecuencia, se prescribió que: “[aquellos que] hasta el 30 de noviembre de 1945 [hubieran] venido prestando sus servicios en las notarías [recibirían] nombramiento de […] titulares”.

Así, la mayoría de esos interesados, al ser ya adscritos y encontrarse dentro del plazo, no tuvieron que esperar más y de un plumazo obtuvieron el cargo.

El resto, que aún no contaba con lo exigido, enfrentó las flamantes reglas convenciendo a los notarios en ejercicio de que les reconocieran el carácter de adscritos con fecha previa a la implementación de dicha disposición; con esa argucia, estos últimos obtuvieron su anhelada notaría. Sólo la aspirante a notaria María Angelina Domercq Balseca quien recién había obtenido la patente el 20 de agosto, y que, a ese momento, misteriosamente, no había recibido oferta alguna por parte de ningún fedatario para ser su adscrita —ni siquiera de su antiguo jefe, José Silva—, dado el escaso margen que le dejó la normativa y debido a que sus férreas convicciones le impedían solicitar favores o prestarse a chicanas, quedó al margen. De manera abrupta, tuvo que enfrentarse con que, a pesar de todas las horas de estudio dedicadas a su propósito de ingresar en una profesión que le apasionaba y a su lucha sostenida contra el vedo impuesto a las mujeres, no era suficiente.

Los amigos de Angelina le recomendaron impugnar lo que se le imponía de manera retroactiva, sin embargo, decidió no hacerlo. Lo que quería era ser notaria. Estaba decidida a alcanzar su sueño y a lograrlo de la única manera que sabía hacerlo: demostrando que era la mejor, más allá de su sexo.

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