Veintiséis de marzo de 1991, domingo. La 63a entrega de los premios Oscar tiene como host a Billy Crystal, quien entra al escenario montado en un caballo. ¿Y por qué no? Es Hollywood, hay presupuesto y son los Oscars.

Luego de una breve ronda de aplausos, el actor y comediante comienza a disparar chistes a diestra y siniestra. “No importa quién gane porque siempre vendrá Saddam Hussein a decirnos que él ganó. [...] Estamos agradecidos de que esta noche no hay norteamericanos peleando alguna guerra en ningún lado… excepto en Paramount. [...] Esta noche está nominada la cinta Reversal of Fortune, que todos sabemos es la historia de Donald Trump. [...]”

Contrario a lo que se podía pensar, el humor rápido, punzante de Crystal no molestó a la Academia, sino al contrario, lo harían regresar al menos unas ocho veces más para ser el anfitrión de la noche.

Crystal se burla de todos y todo, principalmente del status quo de Hollywood: “Jack Nicholson es tan rico que Morgan Freeman será su chofer”.

En 1998, el año de Titanic, Crystal no puede evitar hacer analogías: “Los Oscars son como el Titanic: somos grandes, caros y todo mundo quiere que vayamos más rápido”.

Como tradición, Billy Cristall canta un musical donde se burla de todas y cada una de las películas nominadas. Un número que nunca agotó su capacidad de sarcasmo, acidez y humor.

Por supuesto, los Oscars seguían siendo este premio fallido, entregado por una élite de hombres blancos y ricos en un acto onanista de auto celebración. Pero al menos había humor, al menos había la voluntad de reírse de sí mismos, entre chiste y chiste decirse una o dos verdades, sobre ellos, sobre política, sobre Estados Unidos.

Como cuando en 2002 Nathan Lane presentó a los nominados por mejor película animada y dijo: “¡Gosh!, yo pensaba que Monsters Inc. era un documental sobre los Weinstein”. O cuando en 2013, en la presentación de las nominadas para mejor Actriz, Seth MacFarlane dijo: “Felicidades, nunca más ninguna de ellas se tendrá que vestir atractiva para Hervey Weinstein”. Emma Stone, quien acompañaba al McFarlane, se quedó helada.

Corte a, Los Ángeles, 2021. La actriz Regina King es la encargada de iniciar la ceremonia de la entrega 93 de los Oscars, los Oscars de la pandemia. Al inicio de su presentación dice “Yo sé que muchos buscan el control remoto cuando Hollywood te está sermoneando pero, como madre de un hijo afroamericano, sé del temor con el que muchos vivimos y no hay fortuna o fama suficiente que cambie eso”.

¿Notan la diferencia?

II

No hay mucho que agregar. Los Oscars del pasado domingo fueron un desastre absoluto. Con un ritmo lento, de discursos extrañamente largos (los más largos en 20 años que llevo viendo ceremonias del Oscar), de una solemnidad abrumadora, en un escenario pobre, triste, que distaba mucho de ser una fiesta y se acercaba más a ser una reunión de consejo o la entrega del premio al empleado del mes en alguna oficina.

Si creen que exagero, solo basta ver a los cochinos números que usualmente no mienten. El rating de esta ceremonia se desplomó 58% con respecto al del año anterior. En 2020, el año de Parasite (y justo en la antesala de la pandemia), el rating de la ceremonia fue de 23.6 millones de espectadores. Este año fue de apenas 9.8 millones.

Al parecer, hubo varios que le hicieron caso al regaño de la señora King y optaron por buscar el control remoto.

¿Pero qué pasó aquí?, ¿por qué fue tal el desinterés de la gente en los Oscars, justo en su año más incluyente y socialmente responsable?

El desastre pesa más porque se trataba de los Oscars de la pandemia. Luego del cierre de las salas de cine, del atraso en los estrenos de los blockbusters, y la toma de plaza por parte de los streamings, los Oscar se habían planteado como meta proyectar una imagen de resiliencia. Por ello su negativa a ser una simple reunión en Zoom, los Oscar serían en vivo, con alfombra roja, aunque cuidando las normas sanitarias de sana distancia. Además, la ceremonia se veía beneficiada con el hecho de que la gran mayoría de ellos ya está vacunado.

Así, esta vez, como quizá nunca otra, el show importaba mucho más que los premios mismos. Si ganaba Nomadland, o si le negaban o no el Oscar a Hopkins (que por fortuna si le dieron) era intrascendente: lo que importaba era proyectar esta imagen de continuidad. Aquí estamos, no nos han vencido, el cine sigue en pie.

El desastre está ahí, que ante esa expectativa, lo que obtuvimos fue una ceremonia impresionantemente aburrida, tremendamente larga, desconcertante incluso para los nominados (vean las tomas: he estado en bodas más divertidas), donde imperó el discurso progre y la cursilería. Un desesperado intento por gritar: nosotros también tenemos conciencia y reconocemos nuestros errores.

La ironía es que justo los Oscars más incluyentes de la historia fueron los menos vistos. Es decir, el mensaje ni siquiera llegó a todos los que tenía que llegar y al contrario, el único mensaje efectivo fue sobre cómo la ceremonia había sido un fracaso.

III

La pregunta del millón. ¿Cómo arreglar los Oscars? No lo sé. ¿Importa? Tal vez su destino sea desaparecer, tal vez su destino sea renovarse o morir, pero la renovación no sucederá cambiando el escenario, o dando el premio a Mejor Película antes que a Mejor Actriz.

El cambio implica imaginación (algo que definitivamente estuvo ausente el pasado domingo), pero también el regreso del sentido del humor. Porque si algo quedó claro con la 93 entrega de los premios de la Academia, es que si bien el cine no ha muerto, al parecer el humor sí.

Cuánto trabajo le cuesta a este Hollywood reir, burlarse de sí mismos, no tomarse tan en serio. Este Hollywood confunde solemnidad con seriedad, intimidad con peroratas, compromiso con enojo.

El resultado es claro. A este paso, el Oscar dejará de ser relevante como show y como termómetro cultural, porque como bien sabemos, nunca fue relevante como premio a lo mejor del cine.

Google News