De vez en cuando, nos acordamos que tenemos desaparecidos, y seguramente nos vamos a estar acordando más seguido ahora que se acercan las campañas electorales. O a lo mejor no. El mexicano no deja de sorprenderme, y menos el gobernante. O a lo mejor sí.

Pero mientras la mayoría de la sociedad mexicana decide seguir viviendo en el país de no pasa nada, muchos tantos no tienen ni siquiera la opción. Se levantan antes de los primeros rayos del sol, o después, da igual, entre día y día no cambia nada, solo el número de días con la ausencia. Abren los ojos con la imagen del ausente en primer plano, y la realidad vuelve a punzar, justo ahí, cuando el torso logra, con resistencia, erguirse sobre la cadera que descansa en el borde de la cama.

Se desayuna en una mesa con esa silla vacía, se obliga a comer para seguir viviendo por ellos —porque vivos se los llevaron y vivos deben estar—, y el día se desliza a lo largo de la gran pregunta: ¿dónde están?

Se busca: por redes sociales, chats grupales, desiertos y fosas. Se regresa a casa cuando los rayos del sol se empiezan a esconder, con el mismo vacío, o con uno más profundo dependiendo del día, y se echan a la cama. Se exhala para aguantar y se cierran los ojos para ver si aquellos que fueron desaparecidos aparecen en los sueños o les susurran algo —una respuesta, un mensaje— a las 3.30 am. La tradicional hora del muerto es ahora la hora del desaparecido.

Y siguen viviendo, esas familias mexicanas con el nuevo estilo de vida que de vez en cuando aparece en la tele, en la radio, en la prensa. Vinieron de la tele de México, me dicen con orgullo familiares de desaparecidos en algún estado norteño de la República. Salimos en Televisa, en Proceso, en la televisión alemana…la esperanza insaciable de que por fin alguien se va a enterar, de que por fin “alguien” los encontrará.

¿Cuántas veces se tiene que contar una historia para creer en ella? ¿O será lo opuesto, que entre más la cuentas, más inverosímil se siente?

Hace unos meses, visité otro país con sus propias ausencias. Las “madres de los desaparecidos” se sentaban en la silla enfrente de mí como si fueran citas rápidas, ese sistema donde los solteros intercambian rápidamente sus gustos y disgustos. Pero aquí, me contaban sus historias de desapariciones: la fecha, el suceso, el último lugar, la última interacción, el último abrazo. Dejé de tomar notas, la grabadora corría y recargué mi espalda en la silla mientras mis brazos caían a los lados. Ahí estaba yo, lejos de mi México, buscando respuestas, esperanzas, para mi México, siendo una vez más parte del show. Como observadora, como creadora, como testigo, como la mexicana que decidió seguir viviendo en el país de no pasa nada.

Chantal Flores

Periodista independiente

@chantal_f @ObsNalCiudadano

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