“En 1524, cuando ni siquiera se había empezado a construir la Catedral, el gobierno de la ciudad se condolió de los mercaderes de la plaza , que se hallaban expuestos, sin ningún abrigo, a las inclemencias del tiempo y mandó que los vecinos de las casas fronteras al palacio virreinal levantaran “unos soportales” en donde los comerciantes encontraran refugio y cobijo.

De ese modo, frente a las residencias de los acaudalados Rodrigo de Castañeda y Rodrigo de Albornoz se alzó la arquería que se conoce desde entonces como Portal de Mercaderes. En 1533, un ejercito de comerciantes se había instalado entre los arcos: al fondo había una serie de negocios establecidos, cederías, sombrererías, tabaquerías y alacenas de libros; del lado de la calle, una multitud de puestos semifijos, en los que se vendían dulces, frutas, juguetes y comida.

En aquella ciudad, aparatada de todo, el Portal era la ventana del mundo, un escaparate abierto a las novedades : ahí se vendió, por ejemplo, el primer par de lentes que hubo en la Ciudad de México. Ahí se establecieron los primeros cajones de libros de la Nueva España.

José María Marroqui relata que, desde su fundación, el Portal pasó los tres siglos siguientes convertido en un verdadero hormiguero humano, “hasta el punto de verse detenidas las personas, no poco tiempo sin dar un paso”. La gente se volcaba en aquel paisaje de once de la mañana a la una de la tarde, para mirar los productos recién traídos por las “Naos”. Regresaba al caer de la noche, para revolotear, a la luz de las lámparas, alrededor de las mesillas de dulces y las alacenas de frioleras; para ser corrillos, en los que se discutían arduamente los asuntos palpitantes de la política nacional”. Fragmento extraído de: “La sala de estar de la Ciudad”, de Héctor de Mauleón, publicado por EL UNIVERSAL el 27 de febrero de 2012

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