Acá todo es imposible, el hedor es penetrante, no hay forma de evitarlo. Los tapabocas son inservibles y la nariz comienza a picar, la garganta carraspear. El olor a muerte invade, está en las paredes, flota en el aire. Cientos de cuerpos en descomposición, amontonados, sin lugar en el Servicio Médico Forense (Semefo) de Chilpancingo.

Los trabajadores se mueven libremente, el hedor no los perturba. “Usar los tapabocas es más bien sicológico”, dice uno de ellos, aunque el olor a muerte no se despega de la nariz. Las moscas de vez en cuando se posan sobre el brazo de algún trabajador; no se inmuta y deja que sigan su vuelo.

Pueden pasar un día completo manipulando cuerpos, recogiéndolos de las calles, realizando necropsias, almacenándolos en las cámaras frigoríficas. Muchos, sus días de descanso los pasan en el Semefo. Son pocos y el trabajo es mucho. Este Semefo está saturado, la muerte no le da tregua. En los últimos años Guerrero ha sido el más mortífero del país. Al día se matan en promedio siete personas. Hay días en que la media se rompe: el 6 de julio, por ejemplo, dentro del penal de Acapulco mataron a 28 reos.

En cinco años —de 2011 a 2016— han sido asesinadas 12 mil 365 personas en Guerrero, según cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. En 2011 ocurrieron 2 mil 158 homicidios dolosos; en 2012, 2 mil 310; en 2013, 2 mil 087; en 2014, mil 514; en 2015, 2 mil 016 y, en 2016, 2 mil 280. Hasta noviembre del año pasado la cifra ya había superado los 2 mil 200 crímenes. Muchos de estos muertos están en sus tumbas, otros en fosas clandestinas y otros más en las cámaras frigoríficas de los Semefos.

Guerrero cuenta con estos servicios forenses en Chilpancingo, Acapulco e Iguala. Los tres están saturados debido a tres factores. Uno: el número de muertos que llegan al día, siete. Dos: el rezago, cientos están sin identificar desde hace más de 10 años y, tres: no hay personal ni material suficiente para atender la emergencia.

La disputa por los cuerpos. “Llévatelo, si quieres llévatelo”, le dijo un hombre armado en tono amenazante al grupo de peritos que llegaron a recoger un cuerpo. Acto seguido, tomaron algunas fotos, revisaron el cuerpo de manera externa, tomaron notas. Entendieron el mensaje, se retiraron. No todos los cuerpos llegan a los Semefos.

Ese es alguno de los riesgos que pasan los peritos en Guerrero, pero les han pasado cosas peores. En una ocasión, cuando fueron a recoger cuerpos al municipio de Chichihualco, en la puerta de la Sierra, hombres armados los retuvieron por horas, los golpearon, los amarraron; hasta que quisieron los dejaron en libertad.

En otra ocasión, cuando regresaban de recoger cuerpos en Chilapa, un grupo armado los interceptó en la carretera que va a Chilpancingo y les quitó los cuerpos.

“En esas situaciones no podemos hacer nada, más que aceptar lo que te digan”, cuenta un grupo de peritos, que no da su nombre por temor a represalias.

Los peritos en Guerrero salen a recoger los cuerpos con el mínimo de protección, con el mínimo de material, incluso, en sus propios autos y pagando su gasolina. En ocasiones, explican, se detienen en las tiendas para comprar bolsas, cubrebocas o guantes con su propio dinero. Presentarse en la escena del crimen sin el material mínimo, tomar una evidencia sin guantes, no armar bien la cadena de custodia los pondría ante un juez como imputados.

“Uno trata de sacar su trabajo, de no hacerlo bien, el único afectado es uno”, explica uno de los peritos.

—¿Tantas carencias no afecta la investigación en el momento de querer identificar un cuerpo?

—Por supuesto que afecta, el trabajo no se hace en las condiciones que se deberían de hacer.

El levantamiento de evidencia en una escena del crimen en Guerrero nunca la hace un equipo completo. De los seis peritos que deben estar —el de criminalística, fotografía, genética, química, balística y dactiloscopia— en ocasiones sólo llegan dos o máximo tres. No hay personal suficiente.

Para la región Centro de Guerrero, donde están los municipios de Chilapa, Chilpancingo, Tierra Colorada, parte de la Sierra y la Montaña, la coordinación de Servicios Periciales tiene nueve peritos en criminalística; 12 en genética (la mitad en laboratorio y la otra de campo); cinco en dactiloscopía; seis en química y cuatro en balística.

Pero en las regiones —cuentan los peritos—, las condiciones son peores. Ponen de ejemplo Chilapa, donde sólo hay dos de ellos. En este municipio la tendencia de la muerte ha tenido un aumento tenebroso: en 2012, cuando en Guerrero se vivió el año más violento de la historia, con 2 mil 310, apenas se registraron 29 asesinatos, mientras que hasta noviembre de 2017 se han contabilizado más de 240 crímenes.

A este Semefo, en 2017 habían llegado por lo menos unos 500 cadáveres.

Son anónimos. Una de las cosas que ha provocado la saturación en los Semefos, es la falta de identificación de los cuerpos y que muchos están ahí sin ser reclamados.

En Guerrero hay unos cuatro grupos de familiares de desaparecidos que buscan a sus parientes, uno de los puntos recurrentes es el Semefo, en el de Chilapa está Regina Cervantes Teopanzin, una mujer indígena de Zitlala de 27 años de edad.

El viernes 1 de diciembre se terminaron para ella los dos años de búsqueda: en el Semefo le entregaron los restos de su esposo, Roberto Zapoteco. El cuerpo estuvo en el lugar el mismo tiempo que Regina lo buscó por todas partes. El año pasado, la Fiscalía General del Estado (FGE) le notificó que su esposo estaba identificado, pero no creyó, pidió un peritaje externo. Lo solicitó, a través del Centro de Defensa de los Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).

Los argentinos trabajaban en la segunda etapa de identificación con nueve cuerpos, incluido el del esposo de Regina, en noviembre pasado, cuando en el Semefo se dio una contingencia por el acumulamiento de cadáveres: los olores que de ahí salieron provocaron que los 500 trabajadores de la FGE salieran corriendo.

Los argentinos suspendieron las diligencias y Regina aceptó el cuerpo.

Una de las causas del acumulamiento, es la tardanza en la identificación, la falta de confianza de las víctimas ante los resultados que les presenta la FGE y el olvido.

“Después del 2014, con lo de Ayotzinapa, la FGE perdió mucha más credibilidad, ahora hay más resistencia de los familiares. Pero la desconfianza es ante la institución, ante la fiscalía, no tanto contra nosotros los peritos”, explica uno de ellos.

La otra razón es que muchos de los cuerpos están olvidados, unos, por miedo de los familiares y otros por falta de dinero. Por lo menos 146 han sido trasladados desde el año pasado al Panteón Ministerial Estatal. Pero el proceso de identificación va lento, por el rezago, por la carga de trabajo y porque la máquina para identificar las huellas digitales, está descompuesta.

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