Los independientes ya tienen detractores. Aquí y allá se escuchan doctos argumentos en su contra: que son una simulación, que no eran realmente ciudadanos, que detrás suyo hay intereses oscuros, que antes fueron militantes de un partido, que llegan al cargo atados de manos, etcétera, etcétera.

Para cocinarlos en la misma sartén se coloca a Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, futuro gobernador de Nuevo León, a Pedro Kumamoto, candidato local por Zapopan, a Manuel Clouthier, en breve diputado federal sinaloense, a Cuauhtémoc Blanco, próximo presidente municipal de Cuernavaca o a Enrique Alfaro, munícipe de Guadalajara por estrenar.

Gran negocio en estos días sería poner a la venta un medidor de independencia política. Un dispositivo superpoderoso que, con sólo conectar sus cables al torso humano, pudiese delatar todos los compromisos que condenan al candidato.

No temo equivocarme si afirmo que la gran mayoría de las personas que se dedican a la política mexicana no pasarían el examen porque tienen dependencias grandes con intereses ajenos al bien público; nexos que suelen pasar por encima de cualquier otro, incluida la lealtad hacia los partidos que los postularon.

La relación de José Luis Abarca, ex edil de Iguala, era objetivamente más robusta con los Guerreros Unidos que con el PRD. Lo mismo sucede con varias decenas de presidentes municipales que han terminado siendo socios del crimen organizado.

Hay en el Congreso de la Unión un número grande de representantes populares cuya filia primera responde al patrón de la empresa que les financió la campaña.

Suman también varios miles los militantes de diversas corrientes políticas que antes obedecen al cacique de su tribu y luego al liderazgo formal de su partido. En el mismo caso se hallan los agachados que, aun si ganaron una elección popular, sólo rinden cuentas ante sus gobernadores o el Presidente de la República.

Tengo para mí que se ha entendido mal la definición del candidato independiente. La reforma electoral que permitió esta figura tuvo un solo propósito: arrancar a los partidos el monopolio de la representación popular. La intención fue ampliar el ejercicio del derecho a ser votado, punto.

No dice la Constitución que las candidaturas independientes deban ser libres de toda atadura previa, presente o futura. Eso es una tremenda ingenuidad. Al igual que cualquier otra, estas representan intereses y, como todas las demás, deben ser juzgadas por la legitimidad de los apoyos y límites que les otorgan significado.

El Bronco no puede ni necesita negar que fue militante del PRI durante más de dos décadas. Sin embargo ese partido le negó la oportunidad de ser gobernador y, a pesar de ello, pronto despachará como tal.

Si es cierto que un grupo “sospechoso” de empresarios lo apoyaron, eso ya se verá gracias a la única prueba del independientómetro que realmente funciona: el ejercicio del poder.

Si Manuel Clouthier llegó al Congreso se debe, entre otras razones, a que su buena fama algo tiene que ver con aquella que logró su difunto padre; también se relaciona con su fortuna económica y con que antes fue legislador del PAN.

Pero ante todo ocupará una curul porque la ley permitió que un hombre marcado por una feroz rebeldía política pudiera presentarse como candidato sin necesidad de contar con el respaldo de un partido conservador.

De Kumamoto, Blanco o Alfaro habría otras cosas por decir. Por lo pronto, a los dos últimos sí los postuló un partido. Sin embargo aparecen todos ellos como políticos más libres en comparación con la inmensa mayoría. Si eso es bueno o malo, México está apenas por descubrirlo.

ZOOM: Independientes o no, la clave está en la transparencia de los intereses que representarán quienes obtuvieron el favor en las urnas.

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