Las marchas en México despiertan sensaciones ambiguas. Aunque la Constitución protege la manifestación de las ideas, flota siempre el estigma usado con tino para descalificarlas.
Si los maestros marchan es porque son flojos y revoltosos. Si lo hacen los indígenas, entonces se trata de salvajes incivilizados y peligrosos. Si son estudiantes, seguro que detrás de ellos hay una mente perversa lucrando con su ingenuidad.
Aquí no debería haber inquisición y sin embargo la hay. Protestar es de mal gusto para muchos, actividad exclusiva de fanáticos, sinónimo de violencia y vandalismo. Coincidentemente cada marcha en nuestro país termina en la nota roja.
Cuando la sociedad decide salir a la calle hay heridos y también muertos. Este fin de semana en Ixmiquilpan, Hidalgo, fueron enterrados dos jóvenes asesinados por la fuerza pública, durante un enfrentamiento relacionado con el movimiento en contra del gasolinazo. También lamentó un sepelio la familia del policía atropellado en Tacubaya que intentó cumplir con su deber.
Si manifestarse conduce a la violencia, lo mejor es dejar de hacerlo. La moraleja funciona porque nadie quiere ser juzgado como el fanático que perdió la vida por defender en la calle sus ideas.
No importa que se trate del movimiento #YoSoy132, la manifestación en contra de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, el movimiento magisterial, el rechazo indígena a la política represiva del gobernador poblano, el repudio a la desaparición de los 43 normalistas o las protestas yaquis en Sonora —en todos los casos la expresión de las ideas ha terminado mal y los participantes han sido víctimas del ramalazo que produce el descrédito social.
¿Por qué, sin importar cuán justa sea la causa, todas las veces el resultado es
parecido?
La pregunta no es ingenua y tampoco merecería una explicación maniquea. Con ánimo de entender habrían de compararse rigurosamente los distintos movimientos. Y sin embargo es posible observar al menos dos patrones frecuentes: la siembra bien calculada de provocadores durante las manifestaciones y la sobre reacción violenta de las autoridades.
¿Quién se atreve a protestar cuando puede ser alcanzado por una bala, tal y como ocurrió en Ixmiquilpan, la semana pasada, en Nochixtlán, en junio del año pasado, o en la carretera México-Puebla, en julio del 2014?
Para defender el derecho a manifestar tendríamos que investigar mejor el fenómeno de los provocadores. El día de ayer Andrea Ahedo y Jazmín Palma, reporteras de EL UNIVERSAL, publicaron una estupenda pieza sobre los saqueos convocados a través de las redes sociales.
Ahí destacaron que los convocantes para vandalizar comercios son sujetos cuya cuenta en Facebook o Twitter no existía a finales del año pasado y cuya lista de seguidores no suma hoy más de 17 nombres.
Sin sucumbir a los aires imperantes de paranoia, diera la impresión de que hay un negocio boyante que pone al servicio de quien pueda pagarlo, el número necesario de incitadores para inhibir la protesta social, cada vez que ésta tiene lugar en México.
Hay quien dice que detrás de esa caterva de fulanos está la oposición al gobierno. Pero la especie difícilmente se sostiene porque las acciones vandálicas no suelen beneficiar a la oposición. No fueron los padres de los normalistas de Ayotzinapa quienes sembraron provocadores en sus marchas, tampoco las comunidades indígenas de Puebla, o los habitantes del municipio de Nochixtlán.
A ninguna de estas expresiones sociales les hizo bien el vandalismo; al revés, la incitación a la violencia fue vacuna utilísima para deslegitimar la movilización.
ZOOM: Investigaciones periodísticas como las de Ahedo y Palma, para quitarle la máscara a los provocadores, ayudan a que la protesta social deje de ser estigmatizada. Necesitamos saber quién está detrás de esta orquesta porque solo así podremos recuperar el derecho constitucional a protestar con libertad. www.ricardoraphael.com @ricardomraphael