Más Información
FGR incinera más de 4 millones de cigarros y narcóticos; entre ellos marihuana, metanfetamina y cocaína
Proyecto para invalidar parte de la reforma judicial del ministro Alcántara Carrancá; ¿cuándo y dónde ver discusión en la SCJN?
SCJN avala imponer pena mayor a sujeto que envenenó a “Athos” y “Tango”; por crueldad contra perros rescatistas
En la elección del año 2000 en Estados Unidos, el entonces vicepresidente Al Gore ganó el voto popular pero perdió la presidencia gracias a una polémica decisión de la Suprema Corte a favor de George W. Bush. Desde entonces, Gore ha enfocado su esfuerzo en una antigua pasión suya: la batalla contra el cambio climático. Aunque sus esfuerzos más conocidos comenzaron después de aquella dolorosa —e injusta— derrota contra Bush, Gore ha estado pensando y escribiendo sobre el destino del planeta desde principios de los noventa, cuando publicó Earth in the balance, siendo todavía senador por Tennessee. Después de conceder la presidencia a Bush, con un histórico discurso en defensa de la estabilidad institucional, Gore encontró refugio en su vieja causa. Al poco tiempo anunció su retiro de la vida política y enfocó sus baterías a desarrollar una auténtica doctrina para informar y crear conciencia sobre las amenazas ambientales que enfrenta la Tierra. Seis años después de su derrota, Gore ganó el Oscar al mejor documental con An inconvenient truth, la primera cinta de distribución e impacto auténticamente internacional sobre el riesgo y las posibles soluciones al calentamiento global.
Hoy, una década más tarde, Gore vuelve con la segunda parte del documental: An inconvenient sequel, una nueva mirada al trance que enfrenta el planeta y lo que se ha hecho para combatirlo. La semana pasada me encontré con Gore en Los Ángeles para conversar sobre la nueva película. Antes que nada, le pregunté cómo había conseguido mantenerse optimista después de décadas de ser testigo de la parálisis ante la crisis ambiental. “He visto las soluciones desarrollándose muy rápidamente en años recientes”, me dijo. “La prioridad es aprender de esto”. Desde hace tiempo, Gore ha enfocado su estrategia en dos vertientes fundamentales: la información y la esperanza. A pesar de la resistencia de lo que llama “los grandes contaminadores” —la poderosa industria de los hidrocarburos— Gore insiste en que el mundo está abriendo los ojos después de ver las señales inequívocas que envía la naturaleza. “La opinión pública ha estado cambiando poderosamente en la dirección correcta”, me dijo con vehemencia. “La gente entiende las cosas porque ve todas las noches que las noticias son como un capítulo del Apocalipsis”.
El nuevo documental de Gore cuenta el largo camino para la aprobación del acuerdo climático de París, en el que Gore jugó un papel fundamental. Es evidente, al ver la película, que la intención de Gore era terminarlo ahí, en el esperanzador momento en el que casi todo el mundo se puso de acuerdo, de manera tan pero tan improbable, para reducir la contaminación de la atmósfera. Para desgracia de Gore, el triunfo de Donald Trump en 2016 lo obligó a darle un giro indeseable al documental: contemplar la llegada al poder de un dinamitero de la buena lucha por el planeta. Pero ni las recientes decisiones de Trump, incluido retirar a EU del histórico acuerdo de París, ha conseguido que Gore cambie de tono. Lo suyo es el optimismo inamovible. “Vamos a ganar esta batalla y yo tengo mucha esperanza”, me aseguró Gore hace unos días.
La película y el discurso de Gore ofrecen motivos para la esperanza. Desde el giro de China e India hacia las fuentes de energía renovable o el descenso constante del costo de esa misma fuente de electricidad en varias partes del mundo, es ocioso negar el progreso de la conciencia global sobre la amenaza que todos enfrentamos. Aun así, hay factores que obligan incluso a figuras como Gore a aplacar su optimismo. El más preocupante es lo que el propio Gore llama “una falta de sentido de urgencia” que, sumado a una errónea percepción del riesgo que enfrentamos, crea una disonancia entre la verdadera emergencia y las acciones cotidianas de millones de personas. Me explico con un sondeo reciente de la Universidad de Yale analizado hace poco en el New York Times. El dato más interesante reveló que una mayoría de estadounidenses acepta que el calentamiento global está ocurriendo y es un riesgo para su país y el planeta. Al mismo tiempo, sin embargo, solo una minoría reconoce que el cambio climático le afectará. Es decir: a pesar de que el peligro no podría ser más grande y claro, la mayoría insiste en pensar que no es inminente ni le afectará y, por lo tanto, posterga tomar acciones para contrarrestarlo. Gore parece pensar que la manera de sacudir a la humanidad de la complacencia es insistir en que hay esperanza. En los últimos meses, otras voces se han levantado sugiriendo otro camino. El campanazo más notable lo dio el periodista David Wallace-Wells, con un reportaje aterrador y exitosísimo (es el más leído en la historia en línea de la New York Magazine) llamado La tierra inhabitable, en la que sugiere un escenario apocalíptico en cuestión de décadas. Wallace-Wells ha sido tachado de alarmista, pero reconoce que su intención era precisamente sacudir de la parálisis a los que creen que no hay de qué preocuparse. ¿Cuál es la receta correcta: el reiterado optimismo informado de Gore o el tono de alarma de Wallace-Wells que, a cachetadas, sacude conciencias? No sé usted, lector, pero yo tiendo a pensar que, cuando lo que está en juego es el futuro del único planeta que tenemos, contemplar el fin de los tiempos para cuidar lo nuestro es más productivo que seguir creyendo en la capacidad de la humanidad para protegerse de sí misma.