Unas horas antes de la reunión del G20 en Hamburgo, Donald Trump visitó Polonia para, en el lugar más simbólico imaginable, hablar de la que llamó “la gran pregunta de nuestros tiempos”: “¿Tiene Occidente la voluntad para sobrevivir?” La pregunta, por supuesto, no es nueva. En esas mismas calles de Varsovia, la idea misma de Occidente se defendió contra la amenaza comunista durante la segunda mitad del siglo XX y antes trató de desafiar —conmovedora, infructuosamente— a la maquinaria nazi. Hoy, dice Trump, el enemigo es el terrorismo islamista. Más allá de si esa es la “gran pregunta de nuestros tiempos” (nuestros hijos y nietos probablemente nos dirán que el mayor reto no era una banda de terroristas sin ejército sino el alarmante deterioro de nuestro planeta), Trump incurrió en una contradicción evidente: fue a Polonia a abogar por la defensa del proyecto occidental cuando el gobierno que encabeza ha insistido, una y otra vez, en darle la espalda.

Trump, el romántico neo-aislacionista, no es el mejor portavoz para reivindicar la solidaridad y la inclusión. Durante el G20 , la figura del presidente de Estados Unidos confirmó lo que era ya un secreto a voces: Estados Unidos ha optado, sin necesidad alguna, por ceder el liderazgo mundial. No es una exageración decir que el ensimismamiento trumpiano va en contra del espíritu de su país. Desde su origen, Estados Unidos ha asumido con gusto su protagonismo en la escena mundial, a veces, claro, con consecuencias desastrosas. En los últimos veinticinco años del siglo XVIII, en los primeros esbozos de país, los enviados estadounidenses al extranjero vendían con desparpajo la idea de la joven nación. Franklin, Adams, Jefferson y un largo etcétera negociaron préstamos y alianzas militares, conduciendo la naciente diplomacia estadounidense con una confianza que, en ocasiones, rebasaba los verdaderos alcances de un país que era, en realidad, todavía débil. Con el paso de las décadas, la fragilidad desapareció y la confianza de los diplomáticos de Washington se convirtió en soberbia y, como bien sabe México, violento expansionismo. Pero nadie podría haber acusado a Estados Unidos de ceder su sitio en el gran escenario mundial ni muchísimo menos de ser el hazmerreír del planeta.

Porque hay que ser francos: eso es lo que ha ocurrido con la llegada de Donald Trump a la presidencia. El G20 ha dejado claro que el rey va desnudo y, como en el cuento clásico, nadie tiene la valentía de decírselo. Diversos reportes de prensa refieren a un Trump distante y hasta solitario entre la élite mundial. Frívolo sin remedio, Trump llegó a la cumbre mal preparado y sin una sola propuesta que, aunque fuera con ánimo meramente efectista, sirviera para dar la impresión de que Estados Unidos no ha perdido influencia. Su encuentro con Vladimir Putin es el ejemplo perfecto de sus limitaciones. Trump no entendió —o no quiso entender— el objetivo de Putin, un viejo lobo que, a diferencia del señor que despacha en la Casa Blanca, llegó a la plática armado hasta los dientes (incluso traía guardado bajo la manga un chiste contra los periodistas, ideal para suavizar a Trump). Putin buscaba confirmar la percepción de legitimidad y fuerza frente al presidente de Estados Unidos, gran activo político en Rusia. Trump, el supuesto gran negociador, le entregó el botín entero a Putin sin recibir nada a cambio (el cese al fuego anunciado en Siria también se hizo en los términos que convenían a Rusia). Peor aún: Trump trató a Putin con una suavidad que se acercó a la ternura, incluso creyendo el desmentido que —¡sorpresa!— hiciera Putin de la interferencia rusa en las elecciones del año pasado.

Trump no se quedó ahí. El despliegue de torpeza incluyó la decisión de pedirle a su hija Ivanka que tomara su sitio en una reunión del G20 que Trump tuvo que dejar brevemente. Y aunque el hecho en sí no es tan inusual (el protocolo indica que miembros de la delegación pueden tomar el lugar del representante oficial del país si éste debe dejar la sala por unos minutos), la presencia de la señora Trump no hizo más que sumar un tufo de informalidad nepotista que se interpretó, de manera irremediable, como debilidad. ¿Qué cree Trump que piensan los otros líderes mundiales cuando observan sus desfiguros? La respuesta está en la creciente influencia de China, el fortalecimiento de Putin y la prisa de Alemania y Francia por consolidar el frente de la cordura en Europa, lejos de la insensatez y vulgaridad que llega de Washington. Todos saben que el rey va desnudo. ¡Vaya defensor de Occidente!

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