Nací en la ciudad de México el 24 de mayo de 1928 en una vecindad ya desaparecida ubicada en Doctor Barragán 97, colonia de los Doctores.

Ese día el periódico EL UNIVERSAL ignoró mi arribo al mundo; prefirió dedicar su encabezado principal a un hecho más detonante: “Hizo explosión una bomba en la Cámara de Diputados”. Agregaba datos: “Otra máquina infernal no explotó. El atentado no causó desgracias personales. Los sospechosos lograron escapar”.

Llegaba yo al mundo envuelto en la turbulencia, entre dos magnicidios históricos contra el mismo personaje. El primero, siete meses después del fallido contra el ex presidente Álvaro Obregón, por el cual fue fusilado el padre Miguel Agustín Pro. El otro dos meses antes del consumado contra el presidente electo Álvaro Obregón, que llevó al paredón a José de León Toral. Mis tempranas aventuras en el conflicto cristero tuvieron otro capítulo menos trágico horas después de mi nacimiento.

Eran ocultas vecinas nuestras dos monjas que cruzaron el patio para sugerirle a mi padre que me bautizara. En su maltrecho español trató de explicarles que pertenecíamos a una religión que no practicaba el bautizo. Bañadas en lágrimas, antes de retirarse las amables religiosas profetizaron: “Pobrecito niño, se va a malograr”. Cuando narro esta anécdota entre amigos reconozco que el tiempo les dio la razón a las monjitas.

La necesidad de obtener un ingreso económico decidió el sitio de mi nacimiento. El señor León Sourasky, dueño de una fábrica de textiles en Bialistok, había emigrado a México y fundado una fábrica de colchones en la colonia de los Doctores. Mi padre obtuvo trabajo ahí, buscó un lugar cercano para vivir y con sus primeros ahorros logró traer a mi madre, mi hermana y mi hermano alojándose en la vecindad de Doctor Barragán.

Mi segunda casa fue a unos metros de la anterior y de ella recuerdo a un niño asombrado ante el incendio de un circo, frente a la ventana hasta donde su hermana lo asomó ese día. La colonia era una urbanización reciente, con grandes superficies sin construir, en las que pastaban vacas de establos aislados donde cada tarde íbamos por la leche ordeñada ante los ojos asombrados del niño. Crecían talleres y bodegas de los grandes almacenes comerciales del centro, propiedad en su mayoría de franceses. Calles de tierra se convertían en charcos enormes algunos meses del año. Una línea de camiones de pasajeros nos conectaba con el Zócalo “y anexas”.

Mi primera cuna fue un huacal de jabón donde me llevaban al mercado Hidalgo, para cuidarme mientras vendían trapos. Al poco tiempo nos mudamos a la calle de Mesones, entre Isabel la Católica y 5 de Febrero, propiedad de españoles.

Luego a la calle de San Jerónimo 134. De ahí pasamos a la calle de Cruces 24, y más tarde a una casa con dos pisos en Correo Mayor 117. Luego vivimos en Mesones esquina con 20 de Noviembre, cuando se abrió esa avenida.

Cada una de esas mudanzas representaba una mejoría para la familia: íbamos ganando espacio y algunas comodidades. Para nosotros era muy sencillo cambiar de casa porque teníamos la enorme suerte de no ser esclavos de las cosas. En las mañanas mi papá iba a la calle de Uruguay, alquilaba un camión de redilas y en la tarde ya estábamos instalados en la nueva casa.

Tuve una niñez tranquila y feliz, gracias a la estrecha unión de mi familia. Como hermano menor recibía ciertas atenciones, pues Elena, ocho años mayor, me veía casi como un juguete. Pero mi lugar en la familia también tenía sus desventajas, una de ellas era heredar la ropa de Abraham que antes había sido de mi papá. Yo quería que me compraran mochila nueva y hacía algunos berrinches por ser plato de tercera mesa. Pero no creo que esas cosas dejaran ninguna huella en mi carácter.

En casa la figura de autoridad fue mi madre, estupenda comerciante. Mi papá también trabajaba de sol a sol, aunque sin mi madre yo creo que no hubiera podido abrirse camino.

Se hablaba ídish en casa, pero nadie me enseñó a leer y escribirlo, y aunque lo hablo soy analfabeta en ídish. Se podía aprender en las escuelas israelitas de paga, pero mi padre me inscribió en la más cercana a nuestra vivienda, la primaria República del Perú, en San Jerónimo 112 bis, que aún existe cambiado su nombre a Escuela España: pública, gratuita y laica. Con mis padres hasta el día de sus muertes ya ancianos siempre hablamos en ídish. Fuera de casa todo era en español.

Alguno domingos, en los tenderetes de libros viejos de La Lagunilla, mi papá nos compraba, traducidas del ruso y del ídish al español, obras que él había leído en el idioma original durante sus tiempos juveniles de viajante de librerías y editoriales. Leer era nuestra diversión principal.

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