Su cautiverio duró 14 años. Grupos de tratantes mexicanos la prostituyeron en campos de trabajo de Estados Unidos. Durante todo ese tiempo fue obligada a tener 30 o 40 relaciones sexuales cada día. Por las noches, ella y otras niñas y adolescentes eran encerradas en cajas de madera, “jaulas como de perro”.

“Éramos muchos. Niños y niñas”, recuerda.

A todos los habían arrancado de sus países de origen —Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala— con la promesa de pasarlos al otro lado del Bravo. A todos los habían vendido a mitad del camino a dueños de bares y antros de Chiapas, Veracruz, Tlaxcala y el Estado de México. Personajes que después de algún tiempo los “cambiaban” o revendían a otros tratantes.

Rosa Castillo, vendida a los doce años de edad en Ciudad Hidalgo, Chiapas, fue obligada a recorrer bares sórdidos y oscuros del centro y el sur de México. Luego de unos años la trasladaron a distintas ciudades fronterizas: Tijuana, Juárez, Piedras Negras.

Los tratantes que se la robaron solían dividir a sus víctimas en grupos: “Las que teníamos de siete a 12 años, las que tenían de 12 a 15 y las de 15 para arriba”.

Según Rosa, se habían llevado también a “muchos niños, varones, pero a ellos los tenían siempre separados”. Esos niños también eran explotados sexualmente en México y Estados Unidos.

A Rosa la cambiaron “por dos niñas chiquitas” cuando cumplió 17 años. El hombre que la obtuvo, un lenón de Tlaxcala al que le llamaban “el señor Víctor”, se la llevó con otras víctimas a los campos de trabajo estadounidenses. Eran explotadas desde el amanecer hasta las ocho de la noche. A esa hora las conducían a ranchos cercanos y las encerraban en jaulas de madera.

No había manera de rebelarse. Los castigos eran tremendos. “Me quemaron la vagina con cigarrillos, me golpearon hasta dejarme la cara llena de cicatrices, me cortaron en los brazos, en las piernas, en el cuerpo”, explica.

Según Rosa, cada tratante marcaba a “sus mujeres” como si fueran reses. A ella le grabaron en el seno una “T”. “Era para que todos supieran de quiénes éramos, en caso de que nos escapáramos. También a los varones los marcaban. A ellos les ponen una marca en la muñeca”.

Relata: “Solo cuando me iban a vender o me iban a abusar me sacaban de la caja”.

Le pregunto si alguna vez pensó en escaparse. “Estás en una jaula como de perro, dejas de pensar, no piensas bien, piensas que las cosas son así. Y además, ves lo que les hacen a las que se van”, responde.

—¿No pediste ayuda nunca?

—¿A quién? A los que trabajan en los campos no les importas. Solo quieren obtener por lo que pagaron. Y no hay modo de irse. Te cuidan grupos de diez o quince personas, hombres y mujeres. El trabajo de ellas es alimentarte, vigilarte, acusarte cuando te portas mal.

—¿Qué ocurría cuando terminaba la temporada de trabajo en los campos?

—Nos llevaban a la zona donde estacionan los tráileres que “suben” los productos y nos volvían a vender, ahora con los choferes. Otras veces regresábamos a México, nos pasaban por los túneles. Siempre había alguien pidiendo una niñita, gringos pidiendo una niñita, mexicanos pidiendo una niñita, haciendo que te vistan de estudianta (sic).

Un día Rosa se embarazó. Le pidió al señor Víctor que le dejara tener a su hijo. “Le dije que no me lo fuera a quitar, que no me golpeara, que ya llevaba muchos años con él, que no me iba a ir a ningún lado”.

El tratante accedió. Rosa tuvo una niña. Recuerda:

—Todos esos años estuve al lado de una niña cubana, mayor que yo. Cuando me embaracé me dijo, vamos a huir, vamos a ser libres. Pero pasaron tres años.

El 16 de junio de 2008 los tratantes se emborracharon y sacaron de las jaulas a algunas de ellas, “para divertirse”. Cuando se quedaron dormidos, Rosa y su amiga cubana les quitaron las llaves de las jaulas.

—Abrí 14 jaulas pero ninguna niña quiso irse… Metí a mi hija en una maleta y nos salimos. El rancho estaba bardeado. Cuando estábamos arriba de la barda uno de ellos despertó. Le pegó cuatro tiros a mi amiga. Cayó muerta del otro lado. A mí pegó en la cabeza, creyó que también me había matado. Pero agarré a mi hija y corrí.

No recuerda nada más. Despertó en un hospital.

Hoy vive bajo la protección del FBI. Se ha vuelto el rostro de la campaña azul contra la trata de menores: “Espero que esto ayude a otros a no pasar por lo mismo”, dice, “porque a veces le pides a Dios que te ayude a irte, y el que te escucha es el diablo”.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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