El lunes 22 de junio la ciudad desayunó con la noticia de que una vieja casa de dos pisos se había desplomado en el centro de la ciudad de México. Era una vecindad —ubicada en Perú 48— formada por diez viviendas: los vecinos escucharon crujidos mientras se preparaban para salir a trabajar o a llevar a los niños a la escuela. Ninguno de ellos prestó atención.

Entonces sobrevino el colapso. Las notas de prensa hablaron de cuatro lesionados. Se dijo que los cilindros del gas habían sido asegurados para evitar explosiones y que las casas aledañas fueron desalojadas para garantizar la seguridad de los vecinos.

Ni una palabra sobre la edad o el pasado el edificio.

Ni el mínimo dato sobre la historia de algo que se perdió.

Horas más tarde la directora de Protección Civil de la delegación Cuauhtémoc, Arlette María Salyano, declaró que en la demarcación existen 800 inmuebles en riesgo, de los cuales cien están “en focos rojos”. “Cualquier inmueble construido antes de 1985 puede representar un nivel de riesgo”, afirmó.

Unos días antes del derrumbe había caminado por República del Perú durante la grabación del programa El Foco, y pasado frente al número 48 sin saber que aquella sería la última vez que miraba aquella casona. El edificio había atravesado tres siglos de la vida de México (los siglos XIX y XX, así como los tres lustros que lleva el siglo XXI). Ahora se ha ido para siempre —con la novedad de que pronto podrían acompañarlo un centenar de edificios más.

La magnífica Ciudad de los Palacios, según la bautizó el viajero inglés Charles Latrobe, comenzó a ser salvajemente demolida en el último tercio del siglo XIX. José E. Iturriaga escribió que esa ciudad había sufrido cuatro oleadas vandálicas a través de las cuales su belleza se vio aniquilada.

La primera vino de manos de la Iglesia Católica, que demolió bellísimos templos barrocos para imponer un arte “frígido y ajeno”: el neoclásico. Según Iturriaga, el neoclásico causó quizá más destrucción que las tres oleadas posteriores: la que llevaron a cabo los liberales, al derruir soberbios templos y conventos como resultado de la expropiación de los bienes de la iglesia; la que se practicó en el porfiriato, que derruyó antiguas casonas coloniales para poner en su lugar edificios de gusto afrancesado, y la oleada “norteamericanizante”, que apareció en la tercera década del siglo XX, y tiró construcciones históricas para imponer edificios funcionales, que recordaran los que existían en Nueva York y Chicago.

Ángeles González Gamio ha relatado cómo al surgir las colonias “modernas” —Santa María, San Rafael, Juárez, Roma, Condesa—, las antiguas casonas del centro fueron abandonadas por sus dueños, quienes las alquilaron a familias de clase media y baja: esas casonas se volvieron departamentos, vecindades y comercios. Muchas veces se les construyeron agregados de distintos materiales cuyas cargas deterioraron la estructura de los edificios.

Durante la Segunda Guerra Mundial se emitió un decreto de congelación de rentas, que continuó vigente durante casi 50 años y provocó que los propietarios dejaran de invertir en la conservación de sus inmuebles. Los edificios fueron cayendo en el deterioro. El centro se convirtió en un conjunto de ruinas. Comercios, vecindades y bodegas que se caían a pedazos lentamente.

Guillermo Tovar y de Teresa escribió el libro más terrible de las letras mexicanas: Crónica de un patrimonio perdido: dos volúmenes que daban cuenta de los edificios del centro que se habían ido, de lo que dejamos perder por ignorancia, incuria, lo que se quiera.

En 1980 el centro fue declarado Zona de Monumentos Históricos. En 1987 la Unesco lo declaró Patrimonio Histórico de la Humanidad. Se inició el remozamiento de calles y edificios. Pero las zonas no elegantes del Centro Histórico —el norte, el oriente— permanecieron tan olvidadas como siempre.

He visto esos edificios de los que habla la directora de Protección Civil. Se mantienen en pie de milagro sin que el INAH, el INBA, el gobierno de la ciudad haga algo por rescatarlos.

El desinterés, la ineptitud de las autoridades, conforma la quinta oleada vandálica. Cuando esos 800 inmuebles en riesgo y ese centenar de edificios “en focos rojos” se hayan ido, se confirmará que el centro era histórico, porque habrá pasado a la historia.

@hdemauleon
demauleon@hotmail.com

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