Tenía que ser española la monografía con la que me topé en la red donde se omite que 15 años antes del azorado descubrimiento que hiciere el joven André Breton, gracias a Léon Bloy, del Conde de Lautreámont y sus Cantos de Maldoror, Rubén Darío incluía entre Los raros (1896 y 1905) a Isidore Ducasse (1846–1870). Durante cierto tiempo, los franceses, algunos de los cuales siguen creyendo que el español es una suerte de sub-francés en atención a lo mal que traducen a nuestros autores contemporáneos, consideraban que el nacimiento de Isidoro en Montevideo era un accidente, mientras que los orientales, condescendientes, asumían a quien se apodó extrañamente Lautréamont (la discusión sobre qué significa el pseudónimo es bizantina), como el primero de los tres poetas que la República Oriental del Uruguay, “le regaló” a Francia. Los otros fueron, ya se sabe, Laforge y Supervielle.

En cuanto avanzaron los estudios ducassianos y se mitigó la condición del Conde como emblema sectario del surrealismo, a cambio de una comprensión más universal de Lautréamont, su carácter rioplatense fue dado de alta. Isidoro nació en la ciudad austral debido a que su padre (quien enterado de la muerte de su hijo nunca lo supo poeta), eligió expatriarse allá como instructor y diplomático. En la actualidad sabemos, gracias al crítico Emir Rodríguez Monegal (1921–1985), autor póstumo de un Lautréamont austral (1995), completado amorosamente por Leyla Perrone–Moisés, que no sólo en sus poemas en prosa Ducasse dejó clara, gritando, su oriundez. Muchos de los barbarismos de su francés, también, no son otra cosa que hispanismos trabados, tomados casi todos de José Mamerto Gómez Hermosilla (1771–1837) de cuya célebre traducción de la Ilíada (1831), el joven poeta se sirvió a pasto, según consta —prueba autógrafa— en su propio ejemplar. Y no sólo la Ilíada de Hermosilla fue una influencia lexicográfica para Ducasse, sino metafórica: los une la misma violencia.

Cosas de la innovación retrógrada —concepto del académico Villemain a quien Ducasse exalta capciosamente en la primera parte de sus Poesías— resultan ser que el tradicionalista Hermosilla, afrancesado arrepentidísimo, publicista antijacobino y dictador del buen decir, nutriese a uno de los más radicales fundadores de lo moderno en literatura. Barroco a su pesar, Hermosilla le dio a Francia, un bárbaro, capaz de citar a la poeta suicida y romántica, Dolores de Veintemilla (1829–1857), del Ecuador, o a don José Zorilla, tenorio que hizo enojar al general Santa Anna. La extraterritorialidad de Lautréamont ayuda a quienes creemos en la literatura mundial.

Hace pocos años me llegó, una novela sobre Lautréamont, obra del político y escritor uruguayo Ruperto Long (1952), titulada No dejaré memorias (Aguilar, Montevideo, 2012), como nos lo advirtió el conde y subtitulada, para efectos mercantiles, supongo, “el enigma del Conde de Lautréamont”. El libro no es muy pulcro: a veces es autobiografía intelectual (cualquiera tiene derecho a escribirla) y a ratos una cronología de los poco que sabemos de Ducasse, pese a la ardua tarea de los biógrafos y exégetas. Long se permite fantasear con que el libro es un manuscrito olvidado en la sierra ecuatoriana en 1968 para hacer coincidir, profético, al Conde, con los disturbios de aquel año e introduce fragmentos, sobre todo, de Los cantos de Maldoror, sin aclarar si la traducción es suya o del argentino Pellegrini, la que circula.

Pero acierta en lo esencial, al iniciar su novela con la querella entre Camus y Breton sobre Lautréamont, a quien el primero, valientemente, llamó “banal” en El hombre rebelde (1951). El pleito pasó a segundo plano gracias a la urgencia con que tanto el “policía malo” (Sartre) como el “policía bueno” (Camus) del existencialismo (dijo Aron), junto al jefe surrealista, fueron convocados a protestar contra la ejecución franquista de unos anarquistas españoles. Para atestiguar, Long —citando con escrúpulo— escoge los recuerdos de Octavio Paz, entonces cercano a Camus; comete la inocentada de creer que el joven poeta mexicano hubiese podido tutear a Breton, por ejemplo, cosa que no ocurrió jamás.

Gracias a No dejaré memorias, de Long, releí “Lautréamont y la banalidad”, el capítulo en liza de El hombre rebelde. Tiene razón Camus en cuanto a la banalidad adolescente del Conde como rebelde, berrinche aplicable al derrotero de todas las revueltas juveniles que hemos presenciado, tarde o temprano aplacadas por el tiempo y su desagradable sabiduría. Motines de internado. Pero Camus va más lejos pidiéndole responsabilidades, también, a la vanguardia por el sangriento siglo apenas alcanzando su mediodía en 1951. Estremece calcular la sangre que faltaba por derramarse, no poca de ella, como en la Revolución Cultural china, hija de un supuesto juvenilismo bien calculado por los decrépitos ideólogos.

Long, el uruguayo, acierta al colocar en 1968 al autor de su manuscrito ideado un siglo atrás por un Ducasse, quien moriría en el París sitiado por los prusianos, en vísperas de la Comuna. Pero Ruperto Long acierta por las razones equivocadas: banal, en el sentido lautreamontiano que le otorga Camus, resultó ser el mayor francés de 1968. Antes de ello, André Breton montó en cólera porque se le recordaba que había sido él, en el siglo del exterminio, quien había llamado irresponsablemente, a bajar a la calle y disparar al azar sobre la multitud. Todavía en alguna de las últimas películas del surrealista Luis Buñuel, el episodio queda filmado, penoso e ingenuo a mitad de los años 70.

La autoindulgencia de los estetas contrariaba al moralista Albert Camus, entendido, sin duda, del escandaloso valor estético de Los cantos de Maldoror. Pero su tema, en 1951, era la revuelta y entre sus armas, el arte. La belleza, si siniestra, es responsable. En cuanto a No dejaré memorias, Isidore Ducasse, ha muerto. No me tranquiliza que el Conde de Maldoror, de ser cierta la conseja, conserve vida y hacienda.

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