El juicio de destitución que se autorizó en la Cámara Baja brasileña contra la presidenta Dilma Rousseff añade la inestabilidad política a una crisis social y económica de varios años.

Es diferente al anterior juicio de esa naturaleza contra un mandatario, aquel que se inició contra Fernando Collor de Mello en 1991 y culminó con su renuncia en mayo de 1992, porque el entonces presidente estaba acusado de actos específicos de corrupción.

A Rousseff se le acusa de delitos administrativos en el manejo maquillado de las cuentas públicas durante su campaña de reelección, no directamente de haberse corrompido. El tufo de artificial se refuerza con el listado de motivos que pronunciaron los legisladores al votar contra la mandataria: “por el cumpleaños de mi nieta, para que lo niños puedan cambiarse el sexo aun cuando sigan estudiando, por la paz en Jerusalén, por los agentes de seguros, a los camioneros, a mi tía Eurides”. Hubo quien se lo brindó a los militares golpistas y a quien personalmente torturó a Dilma en esa época.

Sin embargo, lo de Rousseff y lo de Collor de Mello sí se parecen en el contexto: un escándalo de abusos, sobornos y corruptelas de políticos y empresarios con la gigantesca empresa estatal petrolera Petrobras, y una inconformidad social creciente por las políticas económicas impuestas.

El partido político de Dilma, su grupo de poder y hasta su aliado, soporte y padrino, el ex presidente Lula, están salpicados por ese tema.

Curiosamente, casi la mitad de los diputados que participaron en la sesión en que se votó la autorización al juicio a la presidenta también están involucrados en el mismo caso, algunos incluso imputados.

Sólo como muestra, el hombre que inició el proceso contra Rousseff, el presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, está denunciado penalmente por lavado de dinero y por haber recibido sobornos relacionados con Petrobras, y ahora la oposición en el Congreso discute si le otorga “amnistía” por su mérito político de hacer que el gobierno actual se tambalee.

La presidenta alega que es un intento de golpe de Estado y la oposición afirma que es un procedimiento jurídico democrático para remover a un gobierno inoperante y sin respaldo de la mayoría de los ciudadanos (su popularidad no supera 10%).

En esas condiciones, la muy probable destitución de Dilma no parece la solución para aquello por lo que los brasileños protestan hace años.

Pero no se pueden pasar por alto los errores por los que ahora paga la presidenta: su incapacidad para hacer aliados políticos, su inoperatividad para desmarcarse de la corrupción en su partido y su fracaso para aliviar el hartazgo.

En fechas recientes, no hay gobierno en el mundo que se haya sostenido —a veces por golpes simulados, a veces por elecciones— sin ponerle el alto contundentemente. Antes era “la economía, estúpido”. Quizás ahora es la corrupción.

SACIAMORBOS. Mientras tanto, en México se resisten a avanzar en serio en las leyes para combatir la corrupción y obligar a los políticos a rendir cuentas.

historiasreportero@gmail.com

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