La imagen de México está abollada como pocas veces. No queda nada del festejo que provocaron en la comunidad internacional los acuerdos del Pacto por México, donde fue ejemplo mundial de civilidad política la capacidad de negociación de rivales para conseguir reformas estructurales.

Medios de comunicación en todos los idiomas hablaban del Momento Mexicano que conduciría al país a la prosperidad.

No duró: los escándalos de Ayotzinapa y las casas rompieron la inercia, Tlatlaya empapó sobre mojado y la fuga del Chapo regresó a México al sitio de caricatura cinematográfica.

El bochornoso escape, sumado al fracaso de la Ronda Uno de la reforma energética, más los crímenes en Zacatecas y Michoacán, y el aumento de la población en pobreza, volvieron insuficiente el reordenamiento educativo en Oaxaca como para refrescar el ímpetu de la administración.

Con este panorama, y un precandidato presidencial estadounidense que se instala en el primer lugar de preferencias en su partido montado en una campaña de ataque a lo mexicano, vale la pena recordar la teoría del profesor Joseph S. Nye sobre el poder blando (soft power):

“Todos conocen el poder duro. Sabemos que la supremacía militar y económica muy a menudo puede hacer que otros cambien su posición. El poder duro yace en inducciones (“zanahorias”) o amenazas (“garrote”). Pero a veces uno puede obtener los resultados que desea sin amenazas o pagos… un país puede obtener los resultados que desea en política internacional cuando otros países —admirando sus valores, imitando su ejemplo…— quieren seguirlo. Este poder blando copta a la gente en vez de coaccionarla”.

Actualmente, el gobierno de México y sus instituciones no gozan de poder blando. Quizá por eso tal vez es momento de iniciar su construcción, no centrándola en el gobierno, sino en lo mejor de la sociedad.

En Hollywood son emperadores Alfonso Cuarón, El Negro González Iñárritu, El Chivo Lubezki y Guillermo Del Toro. Ya no hay Óscares sin ellos. En Cannes se han vuelto predilectos Carlos Reygadas, Amat Escalante y Michel Franco, considerados siempre. Salma, Diego y Gael son reconocidos por su puro nombre de pila. Y hasta las telenovelas mexicanas, de las que tantas quejas circulan, generan hordas de fanáticos en sitios tan distantes como Rumania.

Marcas como Pineda Covalin, que mezclan el folclor mexicano con la modernidad en una especie de avant-garde azteca, los edificios del arquitecto Enrique Norten, los libros y artículos de Elena Poniatowska y Enrique Krauze. La triada del sartén —los chefs Enrique Olvera, Mikel Alonso y Jorge Vallejo— tienen a sus restaurantes, ubicados en el DF, entre los 50 mejores del planeta. Pero también los tacos y el guacamole.

Y hasta la tan criticada ciudad de México figura como la metrópolis con más conciertos anuales, museos per cápita y tercera en el mundo, detrás de Londres y Nueva York, por su oferta teatral. El arte callejero y el rostro de Frida completan el cuadro.

Construir desde esos nombres el poder de México, poder blando pero efectivo, no es un asunto de vanidad ni coyuntura. Se traduce en claros beneficios económicos y sociales que buena falta hacen.

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