Desde la Administración de Ronald Reagan, en plena Guerra Fría, Rusia no jugaba un papel tan prominente en la vida política estadounidense. A la sorpresiva victoria electoral de Donald Trump -la cual fue recibida en el parlamento ruso con vítores y champán- le siguieron acusaciones sobre el hackeo ruso a la campaña Demócrata. Dos semanas antes de la toma de posesión de Trump, el Director de Inteligencia Nacional James Clapper divulgó un informe que concluía que Moscú había instrumentado una campaña para dañar a Hillary Clinton, fortalecer a Trump, y “minar la confianza pública acerca del proceso democrático estadounidense”. Estas acusaciones se han acrecentado en semanas recientes a la luz de las revelaciones de vínculos y potencial colusión del equipo de campaña y transición del ahora presidente estadounidense con Rusia, y la presión bipartidista desde el Congreso para que se efectúe una investigación legislativa.

No cabe duda que Rusia es hoy el país que mejor ha entendido, en un mundo plenamente interconectado, el papel de las redes sociales (al que ya me he referido aquí en una columna anterior ) como un instrumento clave en la caja de herramientas del poder duro de un Estado en el siglo XXI. Y ninguna nación ha concebido e instrumentado de manera tan eficaz esta nueva doctrina montada sobre un arsenal híbrido, militar, digital y propagandístico, tal y como quedó demostrado en 2008 en el conflicto con Georgia por el control de Osetia del Sur –la primera ocasión en que operaciones militares convencionales han sido acompañadas de ciberataques- y luego en 2014 con la invasión a Ucrania y ocupación de Crimea. Una de sus facetas centrales fue el uso de redes sociales para sembrar, vía granjas de bots, confusión y desinformación al interior de Ucrania. Esta estrategia de dezinformatsiya, el uso y diseminación de información falsa para descalificar y desacreditar datos duros, a la prensa o a la verdad misma, fue acompañada además de la articulación de una amplísima campaña de diplomacia pública hacia el exterior. Es la narrativa, propalada de manera masiva e iterativa a través de redes sociales, convertida en un arma más.

Y fue la elección presidencial estadounidense la que proveyó en 2016 una oportunidad para aplicar -sin el componente militar- esta nueva doctrina. La animadversión de Vladimir Putin hacia el presidente Obama y la ex secretaria de Estado Clinton, junto con el recelo por la manera en que percibía que Estados Unidos había copado a Rusia desde el deshielo bipolar, eran de por sí patentes. A la vez, los estadounidenses nunca habían estado tan divididos ideológicamente en las últimas tres décadas como ahora, y la balcanización mediática y de opinión pública alimentaban toda una serie de conspiraciones, desde el supuesto lugar de nacimiento de Obama (Kenya) hasta el instigador de las tesis del cambio climático (China). Trump, al labrar su identidad y marca políticas, había promovido esos complós, en un entorno que facilitaba la diseminación de narrativas de “nosotros” contra “ellos”, alimentando certeza emocional a costa de la racionalidad de datos duros.

Investigaciones periodísticas y de agencias de inteligencia muestran que un grupo ruso activo desde hace una década y conocido como APT28, al que se le vincula con el GRU, los servicios de inteligencia militar rusa (Moscú ha negado de manera reiterada cualquier conexión con APT28, aunque el ministro de Defensa ha reconocido que existen “tropas de información”), hackeó al Comité Nacional Demócrata, divulgando miles de correos electrónicos para desacreditar a Clinton y minar la confianza en el sistema electoral –y la democracia- estadounidense. Y EU no ha sido el único blanco; un reportaje del Financial Times indica que los ciberataques contra la OTAN e instancias de la Unión Europea han aumentado 60 y 20 por ciento, respectivamente, con relación al año pasado y que computadoras de partidos políticos en Francia y Alemania, dos naciones con elecciones nacionales en 2017, ya han sido vulneradas.

Hay que decirlo sin rodeos: las acciones cibernéticas y de desinformación rusas no son las responsables del Brexit, la victoria de Trump o el surgimiento de movimientos chovinistas y demagogos en Europa. Resentimiento de la globalización y la dislocación socioeconómica producto de la desindustrialización son factores mucho más importantes. Pero lo que sí es un hecho es que esta fragmentación política e ideológica, así como la embestida de Trump contra alianzas e instituciones de la posguerra, proveen a Rusia de un espacio para minar el sistema internacional basado en reglas que aún prevalece hoy y que Moscú siente le es geopolíticamente desfavorable. Alexey Venediktov, editor en jefe del Eco de Moscú, no podría explicarlo mejor: “hay que crear turbulencia al interior de Estados Unidos. Un país que se sume en la turbulencia se ensimisma y se cierra.”

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