El lunes hice algunas reflexiones sobre el décimo aniversario de la (mal) llamada guerra contra las drogas. Como prometí, hoy sigo:

1. En 2013, escribí lo siguiente: “A finales de 2007, existían condiciones para una tormenta perfecta: disputas crecientes en el submundo criminal, incremento de los precios de la cocaína y una mayor disponibilidad de armas y hombres en el norte del país. En ese entorno, la mayor agresividad del gobierno federal en la persecución de los cárteles pudo haber sido el catalizador de un aumento extraordinario del número de homicidios en el segundo trimestre de 2008. A partir de ese punto es probable que la violencia se haya alimentado a sí misma”. Sigo suscribiendo esa teoría que no exime de responsabilidad a la administración Calderón.

2. Han pasado, sin embargo, cuatro años desde el cambio de gobierno y la violencia no ha cedido. Desde 2012, casi 90 mil personas han sido asesinadas. Después de una disminución alentadora en los primeros años de la actual administración, la violencia ha regresado por sus fueros. En 2016, la tasa de homicidio cerrará entre 20 y 21 por 100 mil habitantes, no muy lejos de la cifra de 2012 (22 por 100 mil). Para 2018, se habrán acumulado más víctimas de homicidio en la administración Peña Nieto que en el gobierno de Calderón.

3. Todo eso sucedió en medio de cambios sustantivos a la política de seguridad. Las decisiones se centralizaron en la Secretaría de Gobernación. Mejoró, supuestamente, la coordinación entre dependencias federales y con los gobiernos estatales. Se creó la Gendarmería, una unidad dedicada a ser policía de proximidad. Se apostó durante tres años a un programa amplio de prevención del delito. Y la violencia no cedió.

4. Ese hecho sugiere que se ha subestimado el componente endémico de la violencia. En ese sentido, observar la serie de homicidios en cuenta larga resulta aleccionador. En los años 30 del siglo XX, la tasa de homicidio de México era similar a la que hoy padece Honduras. Entre 1940 y 1970, disminuyó de manera sostenida, pasando de 67 a 18 por 100 mil habitantes. Se estancó luego en torno a esa cifra durante 25 años. En la administración Zedillo, la curva se inclinó hacia abajo de nuevo y la tasa llegó a 11 por 100 mil habitantes en 2000. La serie se aplanó por los siguientes siete años, hasta que la explosión de 2008-2011 nos regresó a los niveles de mediados de los 60. En breve, la persistencia de altos niveles de violencia homicida es el signo dominante del pasado medio siglo.

5. Si la violencia es endémica, la respuesta tiene que ser estructural. Y en esa tarea, el fracaso de todos los actores políticos es pasmoso. La inseguridad es un tema central de la agenda pública desde hace dos décadas, pero eso ha sido insuficiente para generar un esfuerzo vigoroso de transformación de las instituciones de seguridad y justicia, particularmente en los estados y municipios. Ha habido varios intentos de reforma, todos fallidos en grados diversos. La pregunta es por qué.

6. La respuesta pasa por la falta de rendición de cuentas. Si un gobernador no reforma a su policía o su procuraduría o su sistema penitenciario, nada sucede. No hay consecuencias. La irresponsabilidad permea al sistema de arriba a abajo. Toca a alcaldes, procuradores, comandantes policiales y humildes policías de crucero. No pasa nada cuando un funcionario no hace su trabajo. Y como no pasa nada, la gente sigue muriendo.

En resumen, el problema de la violencia es eminentemente político. Enfrentarlo requiere transformaciones que rebasan al ámbito de la seguridad. El gran e indudable fracaso de la última década es haberlas dejado pendientes.

alejandrohope@outlook.com

@ahope71

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