La declaración de independencia de España, aprobada por el Parlament de Catalunya, el 9 de noviembre, es ilegal e ilegítima y, en 48 horas, fue suspendida por el Tribunal Constitucional, que advirtió a políticos y funcionarios que pueden incurrir en eventuales responsabilidades, incluida la penal.

Afirmo que es ilegal porque, en mi opinión, no acata la Constitución española ni el Estatuto de Autonomía. Y es ilegítima porque ni siquiera cuanta con el 50 por ciento de los votantes catalanes. La declaración sólo fue aprobada por 72 diputados, frente a los 63 no independentistas, una mayoría claramente exigua, teniendo en cuenta que la Ley electoral prima las zonas rurales, menos pobladas, y que los 72 diputados sólo representan al 48 por ciento de los electores.

En 9 escuetos puntos, las fuerzas independentistas declararon “el inicio solemne del proceso de creación de un Estado catalán independiente, en forma de República”, iniciando así el proceso de “desconexión” del Estado español, con la advertencia de que dicho proceso “no se supeditará a las decisiones de la instituciones del Estado”. Por si no fuera suficientemente explícita la voluntad independentista, en su punto 5, concreta que, en el plazo de 30 días, el Parlament deberá tramitar las leyes necesarias para constituir la Seguridad Social y la Hacienda pública catalanas.

Para aprobar esta declaración se ha formado un frente antinatura: Convergencia, un partido liberal que ha gobernado durante 20 años; Candidatura de Unidad Popular anticapitalista, y Ezquerra Republicana, creado en 1931 y de izquierdas. Esta coalición tan peligrosamente heterogénea está siendo incapaz de elegir un presidente.

Estamos, por tanto, ante un proceso unilateral de independencia muy diferente de lo ocurrido recientemente en Gran Bretaña con Escocia o en Canadá con Quebec, donde primaron la negociación y el respeto al Estado de Derecho.

Es cierto que el independentismo es el principal culpable, pero el autismo del gobierno conservador de Rajoy es el responsable de que no se haya podido llegar a un entendimiento. Como dijo Francisco Rubio Llorente, ex presidente del Consejo de Estado, “una reforma a tiempo habría evitado el desastre catalán y nos habría ahorrado el choque directo que se avecina”.

El jurista Rubio Llorente tiene razón y cualquiera que se haya acercado a la llamada “cuestión catalana” percibirá que el catalanismo siempre ha sido pactista y ha apoyado, en el Parlamento español, al partido del Gobierno, tanto a Felipe González como a José María Aznar ¿Qué ha pasado para que el nacionalismo haya mutado en independentista?

Hagamos un poco de historia. La Constitución española de 1978, sin ser federalista, concedió a las distintas comunidades autónomas la mayor capacidad de autogobierno de la historia de España y los catalanes la aceptaron.

En 1979 se aprobó el primer Estatuto de Autonomía, con la participación de Convergencia i Unio. Y, en 2006, el Parlament aprobó, un nuevo Estatuto, “para renovar el pacto con España” -con los votos en contra, un escaso 20%, del Partido de Rajoy y del independentista Ezquerra Republicana- que fue apoyado por el 73 por ciento de la población catalana, en referéndum.

El Partido Popular no cejó en su empeño de poner obstáculos a la ampliación de la autonomía catalana e impugnó, ante el Tribunal Constitucional, que le dio la razón, el Estatuto aprobado por el Parlament y el pueblo de Cataluña. Y ahora, cuando en la Declaración de Independencia se afirma que no se supeditará a las decisiones del Tribunal Constitucional, se recuerda que es un órgano deslegitimado desde que, en junio de 2010, emitió una sentencia, de 881 folios, negando que Cataluña fuera una nación y “recortando el Estatuto aprobado”. De aquellos polvos, estos lodos, como dice el refrán.

En mi opinión, durante todo este proceso el nacionalismo españolista, que practica el Gobierno de Rajoy y el independentismo, han hecho de la intransigencia su estrategia. Ambos se necesitan para justiciar su escalada de enfrentamientos unilaterales.

Por eso, los partidarios de la independencia “exprés” han decidido aprobar su declaración antes de las próximas elecciones al Parlamento, del 20 de diciembre, que elegirá al nuevo presidente de España. A los independentistas les viene bien el actual Gobierno, poco o nada propicio a la negociación. Y al actual Gobierno le conviene presentar la cuestión catalana como el principal problema, para obviar los verdaderos problemas: las altas tasas de desempleo, los recortes en sanidad y educación o la desafección política….

Y además, está la corrupción, que ha salpicado fuertemente tanto al partido del Gobierno de España como a Convergencia. Los dos tienen importantes ex dirigentes imputados –Jordi Pujol, presidente durante 23 años de la Generalitat, y Rodrigo Rato, vicepresidente con Aznar- y los dos partidos, y esto es lo más grave, han tenido en la cárcel a sus tesoreros, acusados de organizar tramas ilegales para financiarse. Ambos, en una democracia sana, estarían deslegitimados, en mi opinión, para ser instrumentos útiles de representación política.

Siempre he pensado que en democracia es fundamental el cumplimiento estricto de la Ley. Y la Constitución, hoy por hoy, no reconoce a Cataluña como nación ni admite la posibilidad de organizar un referéndum para que los catalanes decidan. Pero las Leyes se pueden cambiar para adecuarse a las necesidades de la convivencia.

Estoy convencido de que la democracia exige el respeto a la Lay, pero es también negociación y compromiso y creo acertada la fórmula: “suficiente para Cataluña y aceptable para España”. Una reforma constitucional que reconozca que España es una nación de naciones abriría vías de acuerdo y permitiría acercarnos a esos millones de catalanes, cerca del 50 por ciento, que quieren la independencia.

El resultado de las elecciones del 20 de diciembre puede servir para salir de este desatino si los partidos ganadores son capaces de alcanzar un compromiso mayoritario que permita mantener el ahora mermado Estado de bienestar y avanzar en un efectivo Estado federal, que revitalice el pacto entre los pueblos de España.

Doctor en Ciencias políticas por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de la Universidad de Alcalá

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