“Es necesario que la filosofía política analice la historia política; que distinga lo que se debe a las cualidades del pueblo de lo que es debido a la superioridad de las leyes; que determine con cuidado el
efecto exacto de cada parte de la Constitución, a riesgo de destruir algunos ídolos de la multitud…”. Bagehot

La Constitución de nuestro país, vigente a partir del 5 de febrero de 1917, está por cumplir cien años. Ha recibido desde entonces 227 modificaciones. Esta tendencia de modificaciones constitucionales ha visto, quizá, su etapa más prolífica en los últimos 30 años, en los que el texto fue reformado en 121 ocasiones. En algunas de ellas, sobre todo en años más recientes, el constituyente permanente se ha adentrado en una tarea de definiciones y detalles normativos, que debiera ser propia de leyes secundarias. Basta revisar el texto incorporado a los artículos 6, 16, 20, 27, 28 y 41 de la Constitución para dar cuenta de ello, sólo por mencionar las reformas en materia penal, energética, de telecomunicaciones y política.

Llamo la atención sobre este último punto, el de la sobrerregulación dentro del texto constitucional, en virtud de que este fenómeno no necesariamente obedece a una mala técnica legislativa; ni es en todos los casos producto de la necesidad de adentrarse en un mayor detalle normativo. No, el constituyente ha llegado al extremo de legislar, incluso, a través de artículos transitorios, en los que se han establecido verdaderas obligaciones para el legislador ordinario, que condicionan el contenido y detalle de la norma secundaria.

Esta tendencia no es un problema menor. Primero, porque tal práctica impide al texto constitucional definirse a sí mismo como un elemento concentrador de principios fundacionales y fundamentales, que describan con claridad la organización, estabilidad y funcionamiento de los poderes públicos, así como los anhelos y las aspiraciones de la sociedad. No es un problema menor, además, porque en el fondo refleja la falta de confianza en la conducción de los poderes del Estado. Las diversas fuerzas políticas han encontrado en esta fórmula, la de constitucionalizar los acuerdos, el mejor camino para condicionar el contenido y buen término de alguna negociación. La saturación de la Constitución como remedio a la desconfianza.

Este escepticismo generalizado ha traído un enorme costo al país. La sobrerregulación que hoy aqueja a la Constitución es, en buena parte, producto de esta crisis; una crisis que no puede llamarse de la Constitución, sino de integridad y confianza en el desempeño de la función pública.

Los retos de nuestra sociedad son enormes. Debemos apostar por devolverle credibilidad y autoridad —en sentido ontológico— al ejercicio del poder público. El Estado mexicano es complejo y enfrenta problemas muy difíciles. Sólo con instrumentos jurídicos claros y precisos, fortalecidos con la confianza de la sociedad, será posible sortear los embates que ofrece el cuadro de vida de nuestros días.

Emilio Rabasa sostuvo que, más que fomentar el desarrollo de la letra constitucional, hay que impulsar una constitución que integre equilibradamente la realidad social con los principios que determinan un Estado deseable; lo que se es y lo que se quiere ser. Quizá debiéramos hacerlo así, como decía Rabasa a propósito de la revisión de la Constitución de 1857, “hasta que entre el gobierno y la sociedad, la ley sea un vínculo en vez de ser un obstáculo, norma de conducta para el primero y base de los derechos de la segunda”. Los primeros cien años de la Constitución bien valen este esfuerzo.

Senador de la República, catedrático de Derecho Administrativo en la Escuela Libre de Derecho

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