Hace 10 años leí con especial interés Democracia cultural, un diálogo a cuatro manos entre dos destacadas promotoras de la cultura, la dramaturga Sabina Berman y la antropóloga Lucina Jiménez. Hoy pongo a trabajar las mías, motivado por las reflexiones que han puesto en común las citadas promotoras en el marco de la creación de la Secretaría de Cultura. Coincidimos en lo fundamental, en la democratización de la cultura como ámbito regenerador del tejido social, así como en la actualización del reloj de las políticas culturales. Lo que comporta una sistematización jurídica de este ámbito como derecho.

La denominada Reforma Cultural, que inició en 2009 con el establecimiento del derecho de acceso a la cultura en la Constitución, cuenta ahora con un nuevo órgano garante que ha adquirido rango de secretaría; ya sólo falta la aprobación de una Ley General de Cultura para sistematizar de manera armónica este derecho.

En este proceso de Reforma Cultura que vivimos en el país, tanto Lucina Jiménez como Sabina Berman han retomado las ideas centrales de Democracia cultural, enriquecidas desde su formación profesional, oficio y particular aprecio por la cultura y su difusión. La primera, a través de un decálogo, de cuya primera parte tomo la metáfora de “actualizar el reloj de las políticas culturales”. En ella sintetiza, desde una perspectiva antropológica, que la cultura no la crean ni la distribuyen las instituciones. Este ámbito, nos dice, “existe y vibra en la vida misma, con o sin, o a pesar de las instituciones públicas, privadas o civiles”. Asimismo, desde una perspectiva de función pública, advierte que todo aquello que late en la cultura es o debe ser sujeto de política pública. Es aquí donde reside la pertinencia de la creación de la Secretaria de Cultura. Suscribo su invitación a dejar de considerar a los artistas como los únicos interlocutores o interesados en la política cultural y el señalamiento de que la secretaría no debe tener como fin el establecimiento de lo que es legítimo en cultura y lo que no. Entre otras cosas, porque considero que estamos ante un ente administrativo encargado de hacer que sucedan los actos culturales. La pertinencia y legitimación de la agenda cultural será tarea del Consejo que habrá de conformarse, con facultades deliberativas.

Para Sabina Berman la pertinencia de una Secretaría de Cultura descansa en la posibilidad de hacer que el arte y la cultura lleguen a todos, a partir de la revisión del flujo de cada especialidad artística. En llevarla a todos sin distinción de clase y volverla parte de lo social a través de una difusión extensa e inteligente. En hacer que el consumo de las acciones culturales subsidiadas por el Estado trascienda a la comunidad de creadores. En identificar y extraer los tapones que generan un embudo institucional en cada disciplina; en eso que alguna vez la antropóloga Lourdes Arizpe denomino plomería cultural.

En lo personal considero que desde un punto de vista jurídico-administrativo, la cultura no sólo se administra, sino que se planea y se legisla, desde luego no como fenómeno, sino como derecho. En ese sentido, la Secretaría de Cultura implica un rediseño institucional encaminado a hacer más ágiles las acciones de los poderes públicos y, por ende, el tan anhelado derecho de acceso a la cultura a todos los mexicanos.

Lo anterior comporta la sistematización de la base jurídica de este derecho; por tanto, no falta en este proceso de Reforma Cultural una Ley General de Cultura. Un incumplimiento constitucional de los legisladores, pues desde 2009 el artículo 4to. señala: “La ley establecerá los mecanismos para el acceso y participación a cualquier manifestación cultural”. ¿Cuál ley? La que aún no tenemos. Ahora bien, ¿para qué una Ley de Cultura? Para hacer valer jurídicamente (no antropológicamente) nuestro derecho a ella, para exigir y demandar, en su caso, a los poderes públicos del Estado el acceso pleno a este derecho. ¿Qué debería contener la Ley? Entre los aspectos fundamentales, la reglamentación de lo establecido en los artículos de la Constitución en materia de cultura; los principios de la política cultural del Estado mexicano; los tramos de responsabilidad de lo que toca a la federación, entidades federativas y municipios en la materia; un Consejo Nacional de Cultura facultado para tomar decisiones de manera consensuada y deliberativa. Asimismo, dar rango de ley al Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y al Programa Especial de Cultura y Arte, así como establecer un Sistema Nacional de Cultura, un esquema de delegaciones estatales o regionales; su relación con los consejos locales y los mecanismos de participación de los sectores social y privado en la promoción de la cultura y las artes, entre otros tantos rubros.

Es verdad que la democratización de la cultura y la efectividad de sus bondades en el terreno social no se dan por decreto, pero sólo a condición de aceptar que la base jurídica imprime solidez institucional a la política cultural, y al mismo tiempo, es una herramienta ciudadana para exigir el cumplimiento de este derecho fundamental.

El rompimiento del ombliguismo y la miopía cultural que nos tiene haciendo promoción y gestión cultural para una comunidad de creadores debe pasar por una base legal. Abrir el cauce del arte y la cultura a los ciudadanos, como propone Sabina, y pasar de la cultura en abstracto a la vida cultural, como señala Lucina, exige el rediseño jurídico e institucional de nuestra política cultural. Un rediseño jurídico a lo Vasconcelos, quien, en su tesis Teoría Dinámica del Derecho, decía que legislar era hacer práctico el derecho. Debemos hacer práctico el derecho a la cultura y trasladar sus bondades al ámbito de lo social. Si estamos de acuerdo en ello, la primera pregunta de los creadores y promotores no es entonces ¿qué hará el Estado por nosotros? sino ¿qué hará éste a través de nosotros por la sociedad? Sin duda, un planteamiento que requiere más de seis manos.

Analista de la comunicación y la cultura

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