El histórico “Mexico bashing” (golpetear, pegar o madrear) ha sido utilizado por políticos de Estados Unidos para obtener notoriedad, incrementar su popularidad, distraer la atención de la opinión pública, ganar adeptos y votos, etc. Convertir a México en “chivo expiatorio” ha sido una muy redituable estrategia mediática y publicitaria con fines de política interna. Para no retroceder al siglo XIX, recordemos algunos ejemplos del XX. Las difamatorias audiencias del senador Albert Fall (1919-1920) contra la Revolución de 1910 para defender los intereses de las petroleras que lo financiaban; las perversas calumnias del senador ultraconservador Jesse Helms y del Director de la CIA William Casey contra el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) por su política pacifista en América Central; la embestida de otro millonario oportunista, Ross Perot, contra el TLCAN para sumar votos a su fallida candidatura presidencial (1992), etc. Afortunadamente, cuando dicho tratado entró en vigor y se afianzó un nuevo tipo de relación bilateral mucho más estrecha, desapareció ese tradicional y nocivo “Mexico bashing.”

Para desgracia de las extraordinariamente ensanchadas relaciones binacionales, Donald Trump revivió el año pasado la nociva práctica. La explicación es sencilla: el ataque, desprestigio, insulto y calumnia hacia el vecino del sur le facilitó allegarse el apoyo de un grupo minoritario (25.5% de los votantes) de marginados, resentidos y antisistema menospreciados por los partidos republicano y demócrata. Al margen del narcisismo, nativismo, populismo, racismo, xenofobia e ignorancia innatos en Trump, podemos suponer que no tiene un encono especial contra México o los mexicanos, sino que simplemente encontró una nefasta narrativa idónea para la manipulación política y mediática. Reiteradamente lo ha demostrado: cada vez que es criticado por incumplir sus demagógicas promesas de campaña y disminuye su popularidad, oportunistamente resucita el muro fronterizo, la criminalización de los migrantes, la amenaza de deportaciones masivas, y la ridiculez de que el NAFTA es la causa de los males económicos de la superpotencia. Con ínfimos resultados llegó a sus 100 días de gobierno, y aunque se atrevió a decir que “ha hecho lo que ningún otro presidente en ese periodo” (¿?), su frustrado narcisismo lo precipitó a, irresponsablemente, tratar de echar abajo el TLCAN con un plumazo, torpedeando así el proceso congresional en curso y lo acordado con México y Canadá para su renegociación. Pero como los secretarios de comercio y agricultura le advirtieron el terrible daño que ocasionaría a millones de estadounidenses, y los mandatarios de esos dos países le dejaron ver lo nocivo que sería para las respectivas economías y las relaciones trilaterales semejante arbitrariedad dictatorial, se arrepintió. Como es su costumbre, súbitamente cambió de opinión.

La obligada conclusión de este último episodio, es que estamos frente a una aberrante situación. Las decisiones de nuestro principal socio se están tomando más en función de la egolatría, de la obsesión por cumplir promesas populistas de campaña, de mantener el apoyo de una raquítica base electoral, y de elevar los índices de aprobación del ocupante de la Casa Blanca, que de acuerdo a los intereses nacionales de EUA, de su población, o de la región norteamericana. De cara a esa inverosímil realidad, el gobierno mexicano –de hoy y el que se elegirá en 2018- con todo realismo debe admitir que el Estados Unidos de Trump ya no es el vecino, amigo, aliado, y socio confiable, responsable, franco predecible de antes. La conducta de su ejecutivo ya no responde a verdaderas razones de Estado, sino a las oscilantes veleidades y caprichos del señor Trump.

 Internacionalista, embajador de carrera y académico.

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