El sábado 6 de junio por la tarde el país estaba incendiado. En varias zonas del territorio esto era literal, y en otras era una amenaza que se cernía como nubarrón sobre el proceso electoral del día siguiente, porque la motivación principal expresada por quienes llevaban a cabo esas acciones y advertencias, tenía que ver con el objetivo concreto de impedir las elecciones del domingo 7.

Quienes generaron ese ambiente, lograron en buena medida su objetivo, pues a pesar de los esfuerzos del gobierno por tranquilizar a la ciudadanía, tanto discursivos como con el envío de tropas federales a ciertas zonas conflictivas, había enorme incertidumbre, o como dijo el presidente del PAN en el DF: “Está en focos rojos la elección”.

Y sin embargo, no pasó nada. En palabras del periodista Juan Pablo Becerra Acosta: “Las funestas previsiones afortunadamente se desvanecieron”. El país fue a las elecciones intermedias y excepto en unos cuantos lugares, todo se desarrolló con la normalidad con que siempre funcionan este tipo de procesos: una normalidad que consiste en mucho abstencionismo y acusaciones por parte de los perdedores. Pero al fin y al cabo, normalidad.

Me pregunto entonces: ¿Qué pasa con nosotros en México donde siempre parece que viene ya el apocalipsis y luego no pasa nada?

Hace varios años, Silvia Marina Arrom, en la introducción a un libro coordinado por ella y por Servando Ortoll, afirmó que las revueltas populares siempre han existido en México, y siempre con alto grado de violencia. Quienes las llevan a cabo, no son chusmas irracionales como algunos quieren creer, sino grupos con la idea muy clara de poner en cuestión la dominación de las élites, con todo y que estas acciones las hacen con apoyo y ayuda de parte de ciertos grupos disidentes dentro de las propias élites, que “cortejan sus sufragios” y pretenden “debilitar a la autoridad centralizada”. Y sus métodos son siempre los mismos: violencia contra objetivos específicos como edificios administrativos y fuerzas del orden. Se trata de acciones políticas que tienen fuerte impacto (aunque no siempre el pretendido) sobre quienes tienen el poder.

Lo interesante de este estudio, es que al dar cuenta de la respuesta gubernamental, la estudiosa afirma que “la tendencia de los funcionarios ha sido a negociar más que a reprimir” y que “las élites responden con excepcional flexibilidad y moderación”. Eso se debe, según la autora, a que la nuestra “es una cultura política que enfatiza la conciliación y la armonía”.

Si bien esta explicación de Arrom vale para los conflictos sociales de la época colonial y del siglo XIX, a mí me parece que este modo de funcionar sigue siendo vigente para lo que estamos viviendo hoy: enorme violencia, constantes provocaciones y, dígase lo que se diga, un gobierno que no ha reprimido.

Me queda claro que estoy extrapolando con demasiada facilidad las explicaciones que se dieron a situaciones de tiempos pasados, pero también sé bien que las sociedades no cambian tanto como para pensar que todo este modo de ser y funcionar ha desaparecido por completo.

Pero lo que quiero destacar ahora, es lo significativo de que a la hora de lo importante, como fue el caso de las elecciones, los nubarrones se disiparon. La pregunta es: ¿Cómo sucedió eso? ¿Quiere decir entonces que tiene razón la historiadora citada y que aquí siempre hay negociación?

De ser cierto esto, sería al mismo tiempo un alivio y lo contrario. Alivio porque eso significa que hay manos que mueven la cuna y que el gobierno sabe bien cuáles son y lo que tiene que hacer para tranquilizarlas, pero también lo contrario porque somos rehenes de los humores y deseos de esos grupos y también porque lo que piden puede ser tan grande o tan difícil, que podría llegar el momento en que no se les pueda dar, y entonces ¿qué va a suceder?

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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