Hace algunos meses, un museo privado de la ciudad de México contrató una exposición de una persona de nombre Hermann Nitsch, que hace performances en los que mata y descuartiza animales.

Apenas se enteraron de eso, los defensores de los derechos de los animales y otros humanistas, protestaron y consiguieron firmas para exigir la cancelación del evento, algo que afortunadamente hicieron los directivos del museo.

Pero ello a su vez generó una polémica entre quienes consideraron que era un error la cancelación, pues lo que hace ese señor es, en opinión del artista plástico Carlos Amorales, “una experiencia profundamente existencial”, y quienes por el contrario, como la crítica Avelina Lésper, no hallan en eso sino crueldad: “Afirman que su performance indaga en la ritualización del sacrificio. Falso. El sacrificio tenía una razón: la ofrenda era una demostración de fe a una divinidad para que ésta se mostrara benévola, no era un acto estético o recreativo. Sin esa intención esta acción se reduce a matar por matar, es la exhibición de las patologías de una persona… Las atrocidades de Nitsch son intelectualizadas… Cada vez que él ha matado a un animal para jugar con la sangre y las entrañas, lo hace con la conciencia de que los argumentos teóricos alrededor de su “ritual” son un disfraz que le permite complacer sus apetitos”.

Desde mi punto de vista, Lésper tiene razón. El arte no tiene por qué estar por encima del derecho a la vida y a no ser lastimados de los seres sintientes. Nos indignamos con los sicarios de aquí y con el Estado Islámico por su crueldad y le aplaudimos a un carnicero sólo porque le llama “arte” a sus atrocidades.

Es un hecho que en la escena actual del mundo de la cultura, nos dan cada porquería a la que llaman arte y muchos la aceptan porque, como en aquel cuento del rey que iba desnudo, aunque ven que no hay nada, no quieren que se les pueda acusar de no reconocer a tiempo lo que la posteridad pudiera eventualmente considerar grande.

Eso es ahora el modo de funcionar en los países ricos y en los nuestros se lo imita para sentirse cosmopolita, una actitud muy característica de culturas que fueron colonizadas. Y ésto se puede observar no solamente en relación al arte, la literatura o la música, sino a los comportamientos culturales en general.

Esto viene a cuento, porque hace un par de semanas, el dicho señor Nitsch inauguró la misma exposición en Italia, en el corazón mismo de Sicilia, “casualmente” (casualidad que ni sociológica ni sicológicamente es tal), la isla que se hizo famosa por su derramamiento de sangre.

El organizador del evento y dueño de la galería, presumió de que consiguió atraer mucho público y pocas protestas, como si eso fuera sinónimo de buen arte y no resultado de la publicidad generada por la curiosidad y el morbo, precisamente a partir de los sucesos en México, pues como sabemos, de eso piden su limosna los vendedores de cualquier cosa en este mundo mediático.

Pero no puedo dejar de sorprenderme de que precisamente allí se atrevan a hacer este tipo de cosas, con el pasado que tienen ambos países (Austria de donde es originario Nitsch, e Italia en donde tiene su estudio y donde se llevó a cabo la exposición) de importantísima cultura y también de nazismo y fascismo y que acciones de este tipo no hacen sino recordar y hasta recrear.

Pero el soul searching como se dice, sobre este asunto, se los dejo a los involucrados. Por lo que a nosotros se refiere, ha quedado claro que somos mejores que los italianos, pues lo que hizo México fue, al contrario de lo que algunos piensan, un acto de valentía. Me siento orgullosa de que mi país reaccione con ética frente a la inmoralidad y la crueldad. No necesitamos ese “arte”, ni esas “experiencias”, lo que requerimos es exactamente lo contrario: negarnos a la violencia, sacarla de nuestro esquema cultural.

Escritora e investigadora en la UNAM.

sarasef@prodigy.net.mx   www.sarasefchovich.com

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